Tiradentes tenía la total seguridad de que podía crear en Brasil una república mejor y más próspera que la de la América inglesa.
CAE
TIRADENTES HEROE Y MARTIR DE LA
INDEPENDENCIA DE BRASIL
El 21 de abril de 1792 fue ahorcado, decapitado
y descuartizado el mayor mártir independentista de Brasil, JOAQUIM JOSÉ DA
SILVA XAVIER, alias Tiradentes, el gran héroe del Brasil y Latinoamérica.
Era un verdadero hombre del pueblo.
Su saber era
hecho de experiencia, en su vida de tropero, minero, de curar enfermos, de
dentista famoso y alférez.
Pero, sobre todo, de conspirador.
Fue uno de sus principales líderes del
movimiento insurreccional llamado 'Inconfidencia Mineira', con un programa que
incluía la abolición de la esclavitud lo cual significaba igualdad social y
expropiación a los grandes propietarios.
En lo político defendía la Independencia y la República; en lo
económico, la industrialización (Portugal prohibía la industria manufacturera
en Brasil); en lo social, el fin de la esclavitud y la instrucción pública
gratuita.
Tiradentes actuó políticamente junto a los
sectores más avanzados de la sociedad, (intelectuales, militares, trabajadores
de la minería, propietarios rurales y comerciantes locales), aglutinando los
más profundos valores de libertad y emancipación del pueblo brasileño.
Fracasada la 'Insurrección Mineira', los
conspiradores fueron presos, primero en Ouro Preto, después en Río de Janeiro,
y durante tres años maltratados, interrogados, enfrentados y humillados.
Doce fueron condenados a muerte por horca, y los
demás, al exilio y al castigo físico.
"Diez vidas yo tuviera, diez vidas donaría, para vivir
la libertad ni que fuera por un día". Tirandentes
TIRADENTES
En la segunda mitad del siglo XVIII,
la ciudad de Ouro Préto fue cuna de un movimiento liberal y republicano, la Conjuración Mineira.
A la cabeza de esa rebelión contra la corona portuguesa las circunstancias
colocaron a un hombre apasionado, agitador ferviente y defensor de los derechos
del pueblo: Joaquim José da Silva Xavier (1746-1792), apodado Tiradentes, o
«Sacamuelas».
El intento fracasó, y Tiradentes fue ajusticiado.
Sólo en 1822,
con el Grito de Ypiranga que llevó a la proclamación del Imperio del Brasil, y
sobre todo en 1889, al establecerse la República que aboliría la esclavitud, las ideas
progresistas y humanitarias de aquellos visionarios quedaron consagradas.
Tiradentes, mártir y héroe del Brasil
y Latinoamérica
Por Darcy Ribeiro
(1922-1997),
ilustre ensayista, ex-senador, historiador y antropólogo, devoto de su Minas
Gerais natal (texto, gentileza de Herbert Mujica Rojas, Perú)
Evoco hoy, aquí a algunos pocos,
bravos hombres.
Eran poetas, magistrados, empresarios, sacerdotes, militares,
todos ellos mineiros (nacidos en el estado brasilero de Minas Gerais).
Personas
inverosímiles para una revolución.
Fueron ellos, sin embargo, quienes hace
doscientos años prefiguraron el Brasil que ha de ser y se alzaron para edificarlo.
Aquellos mineiros subversivos no atisbaron apenas los sueños libertarios de un
Brasil utópico, sino que lucharon para concretarlos, plantando en el suelo del
mundo una patria libre y soberana, próspera y feliz.
En la lucha por esa causa
mayor dieron y perdieron sus vidas.
Uno de ellos, ahorcado.
Los demás, en el
destierro en Africa, donde murieron desengañados.
Entre ellos uno se destacó con
honor. Fue Joaquim José da Silva Xavier, el Tiradentes.
Al contrario de sus
compañeros, ricos y letrados, Tiradentes era un hombre del pueblo.
Su saber era
hecho de experiencia, en su vida de tropero, minero, de curar enfermos, de
dentista famoso y alférez.
Pero, sobre todo, de conspirador.
Debido a esas
cualidades y a su talento de estadista, revelado últimamente por el
revisionismo histórico, fue elegido como cabeza de la conspiración, imponiendo
su mando a tantos hombres poderosos y letrados de la élite de Ouro Preto.
Hombre entre hombres
Tiradentes fue proclamado por todos
como el principal, por su fervor republicano; su confianza en los mazombos
(criollos) brasileros para construir un país próspero y transformarlo en una
gran nación; su temeridad para acciones subversivas, contra el orden vigente y
todo su aparato de dominación y opresión.
Evocamos los pensamientos y las
acciones de aquellos conspiradores subversivos de Ouro Preto, doscientos años
después de los días, de los meses, de los años -parejos a los de la Revolución Francesa-
en que conjuraron, conspirando y planeando, tanto la lucha que deberían iniciar
como la reconstrucción de Brasil, según su propio proyecto.
Un Brasil al servicio de su propio
pueblo
Todos tenían la certeza de que,
unidos, pondrían las riquezas de Brasil al servicio de su propio pueblo.
Deseaban crear aquí una república semejante a la que la América inglesa estaba
creando en el norte, con su autonomía y libertad, en la búsqueda de su propia
felicidad.
Aspiraciones elementales, se podría decir hoy, si no fuesen tan
actuales e incumplidas.
¿O no es verdad que, actualmente, a muchas personas aún
les parece demasiado osado pensar en el desarrollo autónomo de Brasil, en su
reconstrucción al servicio de su propio pueblo?
Los conspiradores mineiros se
inspiraban tanto en el ejemplo norteamericano como en las ideas libertarias que
recorrían el mundo y surgirían, simultáneamente, en la Revolución Francesa.
Su fe mayor era en el derecho de los pueblos a vivir en libertad, gobernándose
a sí mismos.
Detestaban la tiranía colonial portuguesa, su forma brutal y
arbitraria de gobernar y su ganancia sin límites.
Libertad aunque sea tarde
Sobre estas bases se conjuraron para
planear una República Brasilera, libre, soberana y próspera.
Tendría una
bandera blanca, con un triángulo rojo en el centro, que evocaría la santísima
trinidad y tendría inscrito el lema virgiliano: Libertas quae sera tamem, es
decir: Libertad, aunque sea tarde.
El himno nacional sería el Canto genetlíaco
de Alvarenga Peixoto:
Estes homens de vários acidentes
pardos e pretos, tintos e tostados,
Sao os escravos duros e valentes,
Aos penosos trabalhos acostumados.
Eles mudam aos rios as correntes,
Rasgam as serras, tendo sempre armados
Da pesada alavanca e duro malho
Os fortes bracos afeitos ao trabalho
Admirable cuerpo de ideas
Aunque tenían cuidado de no dejar
ninguna prueba escrita que los pudiese incriminar, los conjurados debatieron
mucho hasta establecer las bases de lo que sería la República Mineira,
al menos, y probablemente la
Brasilera, a través de la adhesión de otras provincias que
ellos estaban induciendo a la rebelión, principalmente la de Río de Janeiro y
la de Bahía.
Aunque, teniendo en cuenta aquellas
circunstancias, sea un despropósito exigir de los subversivos mineiros una
Constitución escrita y un programa de gobierno, es por lo menos de admirar el
cuerpo de ideas que se debatieron. Según los testimonios que se leen en los
autos del proceso:
-Sería una república parlamentaria,
con un parlamento en cada ciudad y uno central, probablemente en Sao Joao del
Rei.
-El camarista Gonzaga gobernaría
durante los tres primeros años y después habría elecciones anuales.
-No habría ejército oficial, pero
todos los ciudadanos tendrían sus propias armas y servirían, cuando convocados.
-Los sacerdotes colectarían diezmos
para mantener las escuelas, las casas de caridad y los hospitales en sus
parroquias.
-Se crearía una universidad en Ouro
Preto.
-Los esclavos serían liberados,
comenzando por los mulatos.
-La república concedería premios a
las mujeres que tuviesen y criasen muchos hijos.
-Las deudas con la fiscalización
portuguesa serían perdonadas.
-Habría plena libertad de comercio
con las otras naciones.
-Serían abolidos los monopolios
reales.
-Se crearían industrias, primero de
hierro y pólvora, después de cualquier tipo de manufactura.
Brasil de y para los brasileros
Tiradentes tenía la total seguridad
de que podía crear en Brasil una república mejor y más próspera que la de la América inglesa, porque
habíamos sido mejor dotados por la naturaleza, contando con recursos minerales
de inmensa riqueza, y nuestras ciudades eran más bellas y más cultas que las
norteamericanas.
Osado y ardiente, Tiradentes decía a quien le quisiese oír:
'Si todos quisiéramos, podríamos hacer de este país una gran nación'.
También repetía con frecuencia:
¡Ah,
si todos tuvieran mi ánimo!
¡Brasil sería de los brasileros!'.
Irritado con los
cobardes, exclamaba: 'Usted es de los que le tienen miedo al bacalao!'.
Esto se
puede leer en los autos del proceso.
Asumió responsabilidad sin denunciar a
nadie
También allí, en su testimonio, el
teniente Joao Antonio de Melo nos cuenta que Tiradentes lo adoctrinaba
diciendo:
'Este país de Minas Gerais era riquísimo, pero todo lo que producía
se lo llevaron para fuera sin dejar en él nada de la gran cantidad de oro que
de él se extrae; que los quintos (impuesto referente a la quinta parte del
total extraído) tampoco deberían salir, y que los oficios (puestos de trabajo)
deberían ser para los hijos de estas minas para que sirviesen de dote a sus
hijas y diesen sustento a sus familiares.
Que hacía poco tiempo, un General se
había despedido de este país cargado de dinero y había llegado otro para hacer
lo mismo'.
En sus propias declaraciones,
Tiradentes primero se negó a confirmar su intención de realizar una
sublevación.
Después, al ser confrontado, admitió todo lo que sus inquisidores
ya sabían, pero sin denunciar a nadie.
En su cuarta declaración habría dicho:
'Que era verdad que se premeditaba una sublevación y él confesaba ser quien
había ideado todo, sin que ninguna otra persona lo indujese, ni le inspirase
nada y que una vez proyectada la mencionada sublevación.... pensó en la
independencia que podría tener este país, y comenzó a desearla y, finalmente, a
organizar de qué manera podría realizarla'.
En uno de sus argumentos, admitió
que: '....las potencias extranjeras se admiraban de que la América portuguesa no se
sustrajese de la dependencia de Portugal y que ellas deseaban favorecer ese
intento'.
Luminosidad de ideales libertarios
Evocamos a los conjurados de Ouro
Preto, dos siglos después de sus conspiraciones subversivas, de su sufrimiento
en la cárcel, de su juicio y condena.
Sobre sus pensamientos y sus hechos
pesan doscientos años de silencio, de calumnia y durante los cuales sólo se
intentó esconder la extraordinaria hazaña de soñar y luchar para crear en el
mundo real una nación brasilera feliz, libre y soberana.
Se entiende que los reyezuelos y
gentes nativos de la opresión colonial lo hiciesen así.
Ellos precisaban esconder la
grandeza, la generosidad, la lucidez de los conspiradores mineiros.
Es doloroso
ver tantos Norbertos, tantos Capistranos e, incluso, pretensos historiadores
académicos de nuestros días asumiendo la misma postura de duda, de reticencia,
haciendo todo lo posible para degradar, minimizar aquel hecho, el gran orgullo
ideológico nacional, y que si hubiese salido victorioso habría colocado a
Brasil entre la vanguardia de las naciones que lucharon por la república y por
la libertad.
A pesar de vencidos, aquellos
subversivos de ayer dejaron la gloriosa memoria que debemos salvaguardar, de la
luminosidad de sus ideales libertarios y de la generosidad de sus planes de
reorganización de la sociedad brasilera.
Lamentablemente, lo que hoy prevalece
en nuestros textos históricos es la tibieza, la cobardía de los tristes
escribas que, incapaces de cualquier acto de grandeza, de heroísmo y de
idealismo, necesitan negarlos en todos los demás.
Historia para ser rescatada de entre las
deformaciones
Es debajo de esa capa de tantas
décadas de falsedad, de calumnia, de deformación, que tenemos que excavar la
verdadera historia de aquellos hombres bravos, de aquellos días agitados.
Pasaron casi cien años, hasta que se logró derrocar del poder a la familia
lusitana reinante que aplastó la subversión mineira. De hecho, la muerte de
Tiradentes ocurrió en 1792.
La República sólo se proclamó en 1889.
Una República tibia, regida por los
antiguos ministros del Imperio, que detestaban cualquier tipo de osadía
libertaria.
No fue por acaso que fueron los últimos hombres de Estado, en el
mundo, que acabaron con la esclavitud, pilar del Imperio que cayó con ella.
Solamente después de la Revolución de 1930
surgió un Brasil nuevo, predispuesto a reformar la nación para hacerla servir a
su pueblo. Solamente años más tarde, en 1936-1938, fueron publicados los autos
del proceso, que permitirían revaluar la extensión, la ambición y la
grandiosidad de la hazaña de Ouro Preto.
En el transcurso de aquellos largos
años, la principal obra de los historiadores -salvo rarísimas excepciones- fue
esconder la gran hazaña de los mineiros, borrarla de la memoria nacional.
Primero, denominando la
Conjuración con el nombre de Inconfidencia Mineira.
Inconfidencia quiere decir denuncia.
En realidad, esa denominación puede ser correcta para quien desea glorificar,
no a los héroes sacrificados y sí a los delatores que denunciaron a los
conspiradores con el objetivo de lograr el perdón de sus deudas fiscales, o
simplemente para adular a los poderosos de turno. Viene de ahí ese hecho
inédito y llega a ser inimaginable que un pueblo llame denuncia o inconfidencia
a la gloriosa epopeya de sus mayores héroes mártires de la liberación.
Ironías y calumnias
El peso plúmbeo de ese silencio y de
esa calumnia fue tan grande que llegaron a ocurrir hechos verdaderamente
teratológicos.
Por ejemplo, en nuestra querida ciudad de Río de Janeiro, a la
que Tiradentes tan eficazmente sirvió, donde los subversivos mineiros sufrieron
años de prisión y donde el propio Tiradentes fue sacrificado, ocurrió un
vergonzoso escarnio.
Efectivamente, en la entonces llamada Plaza de Lampadosa,
hoy Plaza Tiradentes, donde fue ahorcado y descuartizado, el héroe a quien se
rinde culto es el nieto de María La
Loca, que ordenó su condena, muerte y degradación: Don Pedro
I.
No sería creíble semejante desfachatez, si no estuviere allí la mayor
escultura ecuestre de Brasil, mofándose de la memoria de Tiradentes, en el
exacto local donde él fue ahorcado.
Las situaciones y episodios en que
encontramos los mismos prejuicios y la misma mala disposición hacia los héroes
mineiros, especialmente contra Tiradentes, son innumerables.
Unos le exigen el
título de médico y le tratan de curandero, en una época en que no existía
ninguna facultad de medicina en este país, apenas para menospreciar sus
conocimientos sobre las enfermedades y los remedios.
Unicamente le reconocen la
condición de dentista, pero reducida a la imagen del hombre de botica, el
sacamuelas de los caminos, mientras que testimonios históricos aseguran que
tenía una extraordinaria habilidad en las artes odontológicas.
Se entrevistó con Jefferson en París
Estos tristes historiadores de
corazón pequeño no quisieron examinar jamás las evidencias, muchas, de que
Tiradentes estuvo al lado de otro brasilero, aún no identificado, que se
entrevistó por largo tiempo con Thomas Jefferson en el sur de Francia, buscando
apoyo norteamericano para la guerra de liberación del Brasil.
La copiosa documentación, ya
acumulada y analizada, no autoriza dudas sobre la grandiosidad y el sacrificio
de los conjurados, así como sobre la complejidad de sus planes y la coherencia
de sus articulaciones, cuyo objetivo era la sublevación libertaria.
Lo que nos
hace falta es, todavía, corazón para sentir su llamada de grandeza.
Lo que nos
hace falta es, también, alma para adueñarnos de su heroísmo libertario es
lucidez para retomar su coraje utópico de proyectar el Brasil del futuro.
Nos
falta, principalmente, dijo el poeta, la cara para heredar las hirsutas barbas
de Tiradentes, nuestro héroe mayor.
Tiradentes es, para mí, Ouro Preto,
en la belleza de sus iglesias, en la dureza de sus piedras, en la pureza de sus
aguas, en las matracas de la Semana Santa, en el silencio de su pueblo que vive, vigila y
espera.
¿Dónde, en Minas, hay, un magistrado subversivo?
¿Un poeta
revolucionario?
¿Un cura conspirando contra el orden?
¿Un empresario osando
soñar con un Brasil autónomo y próspero, de prosperidad generalizada para
todos?
Nada de eso se encuentra más en mi
pueblo escarmentado por el suplicio de sus héroes.
Todos bajaron la cabeza,
sumisos, serviles, se entregan a la larga, secular, espera.
Espera por otros
héroes señalados que convoquen Minas, una vez más, para el sueño utópico y para
la lucha revolucionaria.
De eso vive la dignidad que sobrevive en Minas, del
recuerdo cálido de aquellos días, del recóndito deseo de que vuelva la altivez,
la vergüenza y la combatividad.
Pasión por la tierra mineira
Hablo esta charla mía, tan atento a
la historiografía revista como el sentimiento que nace de mi pasión por los
insurgentes de mi tierra mineira.
Vamos a reconstituir aquí, resumidamente,
paso a paso, aquellas minas prístinas del oro y de la codicia, de la opresión
colonial y de la esclavitud.
Pero también, y al mismo tiempo, de la creatividad
cultural, de la temeridad utópica y de la subversión libertaria.
Todo comenzó cuando unos mestizos de
Sao Paulo, después de buscar persistentemente durante siglos, encontraron la
mayor mina de oro que jamás se vio.
Tan grande, que aquellas tierras asumieron
el nombre de Minas Gerais. Todo lo que había allí parecía oro.
La noticia de tal prodigio se propagó
rápidamente, llevando multitudes hacia aquellas tierras, hasta entonces
intocadas.
Llegaban de todas las provincias, principalmente de Bahía, Sao Paulo
y Pernambuco.
Muchísimos, demasiados, llegaron de Portugal. Se peleaban mucho
entre sí, principalmente los lusitanos y los bahianos contra los pioneros de
Sao Paulo.
Los tumberos, esclavitud y muerte
Pero quienes fueron para allá en
mayor número, no habían elegido Minas como su local para vivir y morir.
Fue el
millón de esclavos cazados en Africa.
Traídos para acá, mar adentro, por los
tumberos (así llamados porque los navíos negreros parecían verdaderas tumbas de
tantas personas que morían -de 30 a 40%- durante el viaje).
Vendidos en la
playa y a partir de allí conducidos a fuerza de látigo, atados unos a los otros
por collares, grilletes y cadenas, en los convoyes en los que se autoconducían
durante más de 200 leguas, desde los puertos hasta las altas montañas de Minas.
Fueron esos negros los que hicieron el substrato genético del pueblo mineiro.
Fueron esos negros los que edificaron las ciudades.
Fueron esos negros los que
juntaron tanto oro que multiplicaron por tres la cantidad de oro existente en
el mundo.
Pocas décadas después del
descubrimiento, Minas ya era la provincia más poblada de las Américas.
Enseguida
era la más rica, y sus ciudades movidas por un florecimiento cultural tan
intenso como pocas veces se vio.
Allí surgieron, casi en el curso de dos
generaciones, varias cabezas brillantes en diversos campos de las artes, de las
letras, de la música y, también, de la conciencia crítica y del pensamiento
político.
La luz entre las tinieblas
Ese milagro cultural es lo que nos
quedó de la inmensa riqueza arrancada de las minas.
La mitad de ella pagó los
esclavos que se importaban -uno de los negocios más lucrativos que el hombre
blanco ya emprendió.
Otra montaña de oro fue para Portugal.
Para la Corte, que comenzó a llevar
una vida de fausto, exigiendo anualmente un mínimo de cien toneladas de oro
para costear sus lujos.
Una gran parte de ese oro fue a parar a Inglaterra.
Apenas en eso fue fecundo: allá costeó la modernización de la sociedad inglesa
y financió la
Revolución Industrial, que crearía una nueva civilización.
Lo que permaneció en Brasil fue el
moreno pueblo mineiro hundido en la pobreza, fueron las iglesias que aquí se
edificaron, se adornaron, dando al barroco moderno una nueva y singular
dimensión.
Fue el florecimiento cultural de Minas, que además de la
arquitectura de las iglesias, de una extraordinaria escultura, también nos dio
una pintura, una música e, incluso, una literatura, la más elevada que conoció
Brasil.
Minas nos dio, pues, el talento musical de Lobo de Mesquita, la
creatividad plástica del maestro Ataíde, la poesía lírica de Claudio, el
pensamiento crítico de Gonzaga, la genialidad de Aleijadinho, la fibra heroica
y utópica de Tiradentes, lector lúcido de la Constitución
norteamericana, militante de la Revolución Francesa.
El milagro de los héroes
Yo que viví una gran parte de mi
vida creando y reformando universidades, siempre miré con asombro aquel milagro
extraordinario.
Admito que puedo formar cuantos físicos, dentistas, médicos,
abogados me pidan. Mil o diez mil, es lo mismo.
Lo que no sé hacer es un sólo
Aleijadinho.
Ni un único Tiradentes.
Nadie sabe.
El milagro surge escasas veces
y, donde nace, florece como una creatividad singular y nueva, como la flor que
brota, inesperada, contrastando con todo lo que hay a su alrededor.
Ya que hablamos de Aleijadinho,
déjenme protestar aquí por lo que también se hizo en contra de él, reduciendo
su imagen a una caricatura grotesca, como ocurrió con Tiradentes.
Se dice que Aleijadinho se
arrastraba como un batracio.
Sus esclavos tenían que conducirlo, andamios
arriba, para esculpir sus espléndidos medallones, como los de la iglesia de San
Francisco y tantas otras obras, realizadas durante sus últimos años de vida.
Todo basándose en las declaraciones dadas por una nuera, cuarenta años después
de su muerte y que no le conoció.
Aleijadinho un bello mulato;
Tiradentes con cara de Cristo
Con Tiradentes ocurrió lo mismo. Los
historiadores se deleitaron afirmando que era feo, que tenía los ojos saltones.
Que incluso era repulsivo y que la tosca y ruda elocuencia con que hablaba
provocaba más miedo y asombro que admiración.
A los dos les quisieron hacer
santos.
Tiradentes, retratado con cara de Cristo, besando las manos y los pies
del verdugo que lo iba a ahorcar.
Aleijadinho, ya sin manos, esculpiendo con
las herramientas atadas a los muñones de sus brazos,
Todo mentira. Yo los
imagino espléndidos.
Aleijadinho, un bello mulato como las mejores imágenes que
esculpió. Tiradentes, como un bravo guerrero libertario.
La mayor evidencia del empeño para
minimizar la figura de Tiradentes, para esconder todo el relieve de la Insurrección mineira,
es el tratamiento ofrecido, hasta hace poco tiempo, a su presencia junto con la
de otros mineiros en la reunión que hubo en el sur de Francia, entre los
conspiradores mineiros y Thomas Jefferson, embajador plenipotenciario de la América inglesa en la Corte de París.
Existen suficientes evidencias,
presentadas originalmente por Rodrigues Lapa y, después, en gran abundancia,
por Helena Brants, basadas, primero en las declaraciones de Antonio de Oliveira
Lopes y refrendadas, después, en numerosa documentación, indicando que el
seudónimo Vendek, referente a dos emisarios brasileros, se refería, muy
probablemente, a Tiradentes y posiblemente también al padre Rolim.
Por la libertad de Brasil
Las declaraciones del inconfidente
Antonio de Oliveira Lopes no podían ser más expresivas.
Después de delatar, en
una primera declaración, a su primo Domingos Vital Barbosa, contando que le oyó
hablar sobre un estudiante brasilero que escribió una carta al ministro de la América inglesa, residente
en París, indagado por los jueces especificó así lo que oyó decir a su primo:
'Que estando en Montpellier andaban por allí dos enviados, de quienes no se
conoce el nombre, ni el mencionado testigo se lo dijo, apenas que uno era de la Lapa del Río de Janeiro,
enviados por los comisarios de esa ciudad para tratar con el ministro de la América inglesa residente
en Francia sobre la libertad de la
América portuguesa, y que a ese respecto dichos enviados
mantuvieron algunas conferencias con el mencionado ministro, a una de las
cuales asistió el referido testigo, y que el ministro dijo que había avisado a
su nación, y personas, pagándoles los sueldos y obligándoles a tomar el
bacalao, y el trigo, que tras realizar la ruptura avisaran rápidamente para ir
en su socorro, y que también diría al rey de Francia para inclinarlo a su
favor, que uno de los enviados dijo que la nación de quien se temía era la
española, por ser confiante, a lo que dicho ministro les respondió que no
temiesen porque era una nación sombría, y Río de Janeiro era una plaza que se
defendía bien, y si fuese necesario utilizasen balas ardientes sin hacerse
problemas con las leyes del Papa'. Está aquí, en los autos del proceso.
La confirmación de esos
entendimientos daría otra dimensión a las luchas mineiras por la independencia
del Brasil.
Por eso precisaba ser negada por toda la historiografía escrita
para el trono.
Nuestra independencia no se alcanzó a causa de la denuncia que
desarticuló el núcleo de Ouro Preto y por la mezcla de brutalidad y sagacidad
con que los agentes de la corona portuguesa defendieron su presa más preciada.
Los entendimientos con Thomas
Jefferson comenzaron con las cartas de Joaquim José da Maia, estudiante de
Coimbra y de París, enfermo de tuberculosis y que murió antes de los
acontecimientos analizados aquí.
A través de esa correspondencia, se marcó un
encuentro bien definido en la ciudad de Nimes, y otro, muy probable, también
debió ocurrir en el sur de Francia.
Sobre ese encuentro, Jefferson dio noticias
en una carta circunstanciada, detalladísima, a su gobierno, con datos que sólo
pudo haber recogido con personas procedentes de Brasil, muy bien informadas,
como bien podían ser aquellos dos citados mineiros: Rolim y Tiradentes.
Tiradentes, estadista y líder
Lo cierto es que, por toda Europa de
aquellos años previos a la Revolución Francesa y posteriores a la Revolución Americana,
se discutía mucho sobre la libertad de los pueblos americanos.
En ese sentido,
es ejemplar la propuesta del Conde de Aranda, embajador español en París.
Sospechando que era inevitable la emancipación de toda la América Meridional,
el conde planeó un acuerdo diplomático, mediante el cual Brasil y Perú serían
dados a un príncipe de la Casa
de Braganza, a cambio de la renuncia de la corona portuguesa de sus derechos
sobre Portugal, que sería incorporado a España.
Viejo sueño español. Viejísimo
temor portugués.
La aclaración total de estos hechos,
particularmente de los entendimientos con Thomas Jefferson, constituye a mi
juicio, la más desafiante tarea de la historiografía brasilera.
Confirmada
daría una nueva dimensión a la Insurrección Mineira, como parte de la lucha de
las Américas por la liberación.
Pero, principalmente, redibujaría, en toda su
estatura, la figura histórica de Tiradentes, concediéndole el papel no apenas
de hombre de acción, de militante combativo, sino de estadista.
Sólo así se
puede comprender cómo aquel hombre, aparentemente rudo, descrito como un
tropero, sacador de muelas, fue capaz de imponer su liderazgo entre tantos
conspiradores ricos y letrados e, incluso, entre las altas jerarquías
militares. El, que era un sencillo alférez.
Para dibujar la figura de Tiradentes
es necesario, asimismo, recordar sus comprobados proyectos, analizados hasta el
mínimo detalle, la canalización de los ríos Andaraí y Maracaná para abastecer
agua potable al pueblo de Río de Janeiro; así como la construcción de un
depósito de trigo en el puerto de Río de Janeiro; además de un puesto para
embarque y desembarque de ganado, en la llamada playa de los mineiros.
Conspirador a ultranza
La primera pregunta que surge es
cómo explicar que aquel hombre descrito como un pobretón, inculto y rudo,
pudiese estar metido en emprendimientos tan grandes, cuya consecución exigió
contactos directos y órdenes expresas de la reina María I y que estaba en plena
concreción, cuando se dio el desastre.
La hipótesis osada del revisionismo
histórico es que, por detrás de aquellas empresas comerciales de Tiradentes,
estaría su actividad principal de conspirador, que buscaba en Europa el apoyo
para la liberación del Brasil.
La documentación hasta ahora
analizada indica que en las conversaciones con Jefferson se habría llegado a
detallar cuál era la mejor fórmula para realizar la sublevación, incluso la
sugestión de que se apuraran los quintos, una vez realizada la derrama (cobro
de los quintos atrasados), para costear con ellos la guerra de liberación.
También se ve claramente, aquí, el interés norteamericano de hacerse pagar, en
oro, por el servicio de las tropas de mercenarios, de los navíos y armas que
enviasen, así como un tratado comercial en el que los Estados Unidos nos
proveerían de trigo y bacalao, a cambio de los productos brasileros de
exportación, detallados por Jefferson en su carta.
El principal motivo que hacía viable
nuestra guerra de liberación estaba fundamentado en la casi total
inaccesibilidad de la región de Minas, siempre que la insurrección fuese
victoriosa allí, y en la posibilidad de ampliar las luchas hasta Río de Janeiro
y Bahía, incluso con el uso de negros y mulatos quilombolas (esclavos refugiados
en quilombos, es decir aldeas localizadas en lugares de difícil acceso donde
iban a vivir los negros que huían de la esclavitud, de los cuales el más
conocido fue el Quilombo de los Palmares), que eran especialmente convocados
como aliados de guerra.
Comienza el martirologio
Otro fundamento de la practicidad de
la insurrección era el entusiasta apoyo que concitaba la idea de independencia
e, incluso, la utopía republicana, entre los hombres de letras.
Principalmente
el clero, compuesto casi todo por brasileros que constituían, asimismo, la
élite cultural de la población.
También se relaciona con la posibilidad del
apoyo de los mandos militares de las propias tropas reales, que estaban, en
parte, en manos de los brasileros.
Fracasada la Insurrección Mineira
por las declaraciones registradas en la historia, los conspiradores fueron
presos, primero en Ouro Preto, después en Río de Janeiro, y durante tres años
maltratados, interrogados, enfrentados y humillados.
La defensa de todos los acusados
corrió a cargo del abogado de la
Santa Casa de Misericordia, que tuvo cinco días para conocer
el enorme volumen de autos, resultado del proceso judicial, de dos indagaciones
sumarias y sucesivos interrogatorios y careos. Su trabajo consistió, principalmente, en admitir que hubo apenas una intención locuaz de conspiración, y pedir clemencia a la reina y sus magistrados.
Doce fueron condenados a muerte por horca y los demás al exilio y al castigo físico.
Condenado a la horca y al
descuartizamiento
La sentencia de los jueces de María La Loca dice así:
'Condenan al
reo Joaquim José da Silva Xavier, alias el Tiradentes, que fue alférez de la
tropa paga de la Capitanía
de Minas, a ser conducido por las calles, atado y anunciado por el pregonero
hasta el local de la horca, y en ella morir de muerte natural para siempre, y
que después de muerto le sea cortada la cabeza y llevada a Villa Rica, en donde
será clavada en un poste alto, en el local más público, hasta que el tiempo la
consuma; y su cuerpo será dividido en cuatro cuartos, y clavado en postes, por
el camino de Minas, en la finca de la Varginha y de las Cebolas, donde el reo realizó
sus infames prácticas, y el resto en las fincas de mayores poblaciones, hasta
que el tiempo también las consuma, declaran al reo infame, y a sus hijos y
nietos, confiscando sus bienes para el tesoro público y Cámara Real, y la casa
donde vivía en Villa Rica será arrasada e impregnada de sal para que nunca más
pueda edificarse en ese suelo, y no siendo propia será tasada y los bienes
confiscados se pagarán a su dueño, y en el mismo suelo se levantará un
monumento para que se conserve el recuerdo de este abominable reo'.
Pena de desesperación
A once de ellos les fue reservada
una pena adicional, la de desesperación.
Después de pasar años en la cárcel,
aislados, en las peores condiciones, en las prisiones de la isla de las Cobras
de la Fortaleza
de Santa Cruz.
Reunidos en una capilla mortuoria, cada uno de ellos oyó su
condena, idéntica a la de Tiradentes: muerte por horca, decapitación, cabeza
expuesta frente a la casa donde vivió, declaración de infamia para sus hijos,
confiscación de bienes.
Todos sufrieron por entero, desesperados, el dolor de
sus muertes proclamadas. Oyeron el terrible veredicto y lloraron durante dos
días la tortura de la desesperación de sus vidas perdidas.
La sentencia real leída a los reos,
en la capilla, condena a muerte al alférez Joaquim José da Silva Xavier, el
Tiradentes, autor y cabeza de la subversión proyectada, entusiasta de la
república norteamericana, recién llegado de Europa, según las anotaciones de su
abogado.
También condena a muerte al teniente
coronel Inácio José de Alvarenga Peixoto, gran poeta satírico, autor de las
Cartas chilenas, marido de Bárbara Heliodora.
Asimismo, condena a la pena mayor al
teniente coronel Francisco de Paula Freire de Andrade, gran terrateniente,
comandante del regimiento en que servía Tiradentes.
También fue condenado a muerte el
sargento mayor Luis Vaz de Toledo Pisa.
La pena capital fue asimismo el
castigo del coronel Francisco Antonio de Oliveira, rico terrateniente que
denunció, con minuciosa narración, las negociaciones de los emisarios
brasileros con Jefferson en Francia.
Idéntica condena cayó sobre el joven
José Alvarez Maciel, graduado en Coimbra, con prácticas en Inglaterra, quien
participó del encuentro con Thomas Jefferson y sería el encargado de promover
la industrialización del Brasil republicano.
Muerte también fue la pena de
Domingos Vidal Barbosa, de Domingos de Abreu Vieira, de Salvador do Amaral
Gurgel, del capitán José de Resende Costa y de su hijo.
Generoso y altivo con sus verdugos
Tiradentes se mantuvo altivo durante
todo el juicio, asumiendo toda la culpa, pidiendo perdón a los compañeros por
no poder salvarlos. Decía que daría hasta diez vidas, si las tuviera, para salvar
a cada uno de ellos. De ese calibre están hechos los héroes. Ellos se
mantienen, digo yo, del fervor de su fe por la causa que abrazaron, de la
certeza de que luchan por la buena causa y de que el oprobio de hoy, mañana
recaerá sobre sus verdugos.
Tan sólo al tercer día el magistrado
torturador les anunció, generoso, que la reina les había perdonado hacía mucho
tiempo, convirtiendo el ahorcamiento en un eterno exilio en Africa. Eso
significa que su majestad decidió dejar que se difundiese bien la noticia de
los múltiples ahorcamientos, para así emocionar a todo el mundo, y después
hacerse la magnánima.
La furia de la clemencia real sólo
no alcanzó a nuestro primer gran poeta lírico, Claudio Manuel da Costa, quien
probablemente se suicidó en la prisión, en Ouro Preto.
Para vengarse, la Reina Loca ordenó que
confiscasen sus bienes y sus hijos fuesen proclamados infames. Otros dos reos
escaparon por la misma puerta.
Dos sacerdotes, dado el prestigio de
la iglesia, conspiraron y se vieron, si no libres, condenados a cumplir pena en
conventos portugueses.
Uno de ellos fue el cura José da Silva Oliveira Rolim,
diamantino, pero revolucionario como suele ocurrir con las gentes de
Diamantina, muy propensas al contrabando y a la rebeldía.
No parece improbable
que Rolim haya acompañado a Tiradentes para, bajo el seudónimo de Vendek,
encontrarse con Thomas Jefferson.
Lo cierto es que se preparó para eso y
también tenía recursos de sobra para costear su viaje. Igualmente
revolucionario y condenado, el vicario Carlos Correa de Toledo fue, asimismo,
enviado a rezar en un convento lusitano.
Fueron condenados al destierro
perpetuo en Africa el magistrado Tomás Antonio Gonzaga, auditor de la
jurisdicción de Ouro Preto, novio y poeta, cantor de Marilia; el coronel José
Aires Gomes; Vicente Vieira; el posadero Joao da Costa Rodrigues, de Varginha,
quien, llorando, dejó en Brasil diez hijas doncellas; el piloto Antonio de
Oliveira Lopes.
Fueron condenados al azote y al
destierro eterno el mestizo Vitoriano Gonzalves Veloso, ya muerto; y Fernando
José Ribeiro.
Fue condenado al azote y a diez años de cárcel José Martins
Borges.
El capitán Joao Dias Vicente da Mota, labrador, sufriría diez años de
exilio.
Los condenados que oyeron
desesperados la noticia de sus condenas a la horca, se exaltaron jubilosos
cuando el magistrado leyó la revocación de la sentencia de muerte, convertida
en destierro perpetuo en Africa, que era apenas otra forma de morir.
Solamente la pena y execración de
Tiradentes se cumplió entera.
Y se cumplió con júbilo, en la plaza engalanada.
Con las tropas reales en formación de cuadrado, comandadas por oficiales
montados en caballos de raza, con arreos de plata y palas escarlatas y doradas.
La nobleza, con sus mejores trajes, estaba allí, alegre, en locales privilegiados.
Muchos jueces y alguaciles, así como muchísimos sacerdotes, también estaban
allí, con sus trajes de gala.
Era una fiesta en torno a la alta
horca a la que Tiradentes subió a través de los veinte peldaños, para conversar
con el verdugo que, según la costumbre, le pidió perdón por darle muerte, no
por voluntad propia, sino por orden de la justicia.
Retrato de Tiradentes
Cumplida la sentencia, un sacerdote
se asomó al balaustre para discursear a la multitud una arenga sobre el derecho
divino de los reyes y la hediondez del crimen de traición y de lesa majestad.
Lo sorprendente es que ese orador sacro, Raimundo de Panforte, hablando allí,
al lado del cuerpo aún caliente de Tiradentes, nos ofreció de él una imagen
digna.
Dijo, refiriéndose a nuestro héroe, que él fue 'uno de aquellos
individuos de la especie humana que espantó a la misma naturaleza. Entusiasmado
con la dureza de un comando, emprendedor con un fuego de don Quijote, hábil con
desinterés filosófico, audaz y osado, sin prudencia en ocasiones; y en otras,
temeroso del ruido que produce una hoja al caer; pero con un corazón bien
formado'.
Bajaron, finalmente, el cuerpo
muerto y allí, al pie de la horca, lo decapitaron, descuartizaron, salaron y
depositaron en un carro que lo llevaría a las montañas de Minas para cumplir la
pena del escarmiento, plantando sus despojos en postes altos.
Incluso su
cabeza, que descolgaron, ya podrida, derramando los sesos, en el más elevado
poste, ubicado en la plaza principal de Villa Rica.
Arrojo temerario
Cuenta la generosa leyenda que un
mineiro anónimo subió una noche por el poste, robó el cráneo de Tiradentes y le
dio sepultura cristiana.
El primer acto oficial de consagración de Tiradentes
fue del gobierno mineiro que, tras la independencia, mandó derribar el monumento
de ignominia, erguido en Ouro Preto, contra el héroe mártir de la liberación
nacional.
Permítanme aquí un registro
personal.
Estando yo preso, una vez, en la isla de las Cobras y en la fortaleza
de Santa Cruz, recorrí todas las celdas que me dejaron ver, tratando de
adivinar donde habían padecido su prisión los subversivos mineiros.
Viví
aquellos meses siempre consciente de que compartía con mis héroes el límpido
azul del cielo, la visión del mar bravío que golpea el paredón de granito, las
viejas piedras de los patios, las ásperas paredes y los rígidos portones,
siempre cerrados.
Evocación personal
Loco que soy, envidié el destino
heroico de Tiradentes, como envidiaría después, públicamente, la vida en la
muerte de mis dos amigos, amados y borrados, Ernesto y Salvador.
La posibilidad
de que me matasen era remota.
Pero no tanto que no llegase a oír de un oficial
de la marina, que me conducía al juicio, la tenebrosa frase: 'Quería llevarlo
para el fusilamiento'.
Esta brutalidad, dicha con odio, apenas me despertó una
risa ante la cara de ese tonto.
Siempre que pienso en eso recuerdo
que oí a Allende, en más de una ocasión, la afirmación de que él no tenía cargo
de héroe, pero que enfrentaría con dignidad cualquier cosa.
Como enfrentó.
Del
Che, todos sabemos que, en el fondo de su pecho, pensaba que lo único
importante, de verdad, era la ternura.
Tiradentes, como vimos, caminó
tranquilo y altivo el camino lúgubre al cadalso, el verdugo y la horca.
Cada
uno de ellos, llegada su hora, enfrentó su muerte con grandeza.
Ahí están ellos, siempre estarán,
hablándonos de la dignidad humana.
Mural de Portinari
La mejor reconstrucción que conozco
del drama de los conjurados es el gran mural de Portinari sobre la epopeya de
Tiradentes, que está expuesto en el Memorial de América Latina.
Lo que más me
impresiona es la presencia de la gente del pueblo.
Negros esclavos, negros
libres, mulatos libres y esclavos, gente común mirando asombrada la enorme
atrocidad.
Serían cautivos soñando con la libertad.
Serían enfermos que
Tiradentes curó.
Serían las sencillas gentes brasileras mirando aquella extraña
fiesta de muerte engalanada.
Una preciosa visión poética de este
episodio mayor de la historia patria nos la da Sergio Buarque de Holanda.
En
una de las raras ocasiones en que se permitió componer algunos versos:
Enquadrado
na escolta, ele caminha
Rufam
tambores fúnebres ao passo
Da lenta
procissao range a carreta.
A litania
evola-se no espaco.
Na praca do
martírio ergue-se a forca
E uma
escada infinita espera o réu.
Vinte degraus de horror.
Vinte degraus
De crime sob o azul neutro de
céu.
O condenado sobe, sem
palavra,
Ao patíbulo. Cala-se o
tambor.
A litania emudece. O povo
espera.
Movem-se os lábios frios do
confessor.
Um minuto de séculos e o
corpo
Tomba no vácuo, fruto decepado.
O calvário cumpriu-se. A luz
se apaga
Nas pupilas imensas do
enforcado.
Migo
Yo también escribí en mi novela Migo
una página sobre la emoción que me embarga al evocar Minas y sus héroes.
¿Viendo estas minas tan mohínas,
quién diría, desatinado que escarmentados, somos el pueblo destinado?
Somos el
tibio pueblo de los héroes señalados.
Ellos están ahí, hace siglos, cobrándonos
amor a la libertad. Filipe grita, Joaquim José responde:
Libertas quae sera tamen.
-¡Libertad, aquí y ahora! ¡Ya!
¿A Filipe, descuartizado, cómo fue
que lo acabaron?
Los caballos más fuertes del Brasil estaban allí: mordiendo
los frenos, echando espuma, coceando en la plaza empedrada.
Eran cuatro.
Un
caballo fue atado a su brazo izquierdo.
Otro caballo, a la pierna derecha.
El tercer
caballo, al brazo derecho.
El último caballo, a la pierna izquierda.
Cada
caballo, montado por un tropero acorazado.
Azotados, espoleados, los cuatro
caballos salieron en disparada, cada uno para un lado.
Pero quedaron parados
allí, soltando chispas con las herraduras en el pedregal, atados como estaban a
las duras carnes de Filipe.
Azotados, espoleados hasta sangrar, finalmente, con
Filipe despedazado, partió liberado el caballo del brazo derecho, llevando
junto con el brazo un pedazo del pecho.
Rápidos, instantáneos, los otros tres
caballos dispararon, despedazando a Filipe, cada uno con su trozo.
¿Qué hicieron cuando los caballos
sudados, ya lejos, pararon, una vez cumplida la repugnante orden?
Los
caballeros se fueron, arrastrando sus cuartos por los caminos, hacia el
basurero de una antigua mina.
Allí en el agujero negro, ya por la mitad de cal,
tiraron lo que quedaba de las carnes y huesos del héroe, lanzando más cal por
encima.
Filipe hirvió en las carnes parcas su muerte última.
Para siempre jamás,
mataron a Filipe.
Mataron tan matado que para siempre será recordado.
Medio siglo transcurrió con el
pueblo agachado hasta llegar la hora de otro señalado.
El destino cayó, coronó
de esta vez la cabeza de Joaquim José, condenado por la reina loca a morir de
muerte por ahorcamiento, ser descuartizado y expuesto para escarmiento del
pueblo.
Descuartizado, allí quedarán sus partes pudriéndose, hasta que el
tiempo las consuma, como quería doña María.
Los cuatro cuartos plantados, mal
oliendo, en la carretera real.
La cabeza con el cabello y la barba, abundantes,
sobre un alto poste, en Ouro Preto, guardada por buitres hambrientos de alas de
hierro, picos agudos y tenaces.
Ellos fueron, apenas ellos, sus sepultureros.
Acabado así, tan acabado, sin siquiera la caridad de la cal virgen, Tiradentes
no se acabó ni se acaba.
Tiradentes en nosotros
Continúa en nosotros latiendo.
Por
los siglos continuará clamando en la carne de los nietos de nuestros nietos,
exigiendo de cada uno de nosotros su dignidad, su amor a la libertad.
As barbas. As barbas. As barbas
Aqui permanecerao
A espera doutra cara e doutra vergonha
Estos son nuestros héroes señalados,
símbolos de una grandeza recóndita que había.
Que todavía hay, quiero creer,
más escasa que los oros aún por excavar.
ARENGA
MULTITUDINARIA
Mayor que los dos juntos, sin
embargo, es la multitud que voy a llamar. Vean:
-Vengan, yo los convoco, vengan
todos.
Vengan aquí para contar el dolor de los nervios lacerados, el cansancio
de los músculos agotados.
Vengan todos, con sus caras tristes, con sus
ilusiones marchitas, vengan vestidos o desnudos.
Vengan a morir aquí de nuevo
sus muertes sin gloria.
¡Ven tú, primero, tu mineiro anónimo
que robó el cráneo de Tiradentes, rezó por su alma y lo sepultó!
¡Pero vengan
todos!
¿Los ves?
Fueron millones de almas
vestidas de cuerpos inmortales, locos, los que aquí en estas minas se gastaron.
Míralos de nuevo, mira bien.
Mira.
Al principio, eran principalmente indios
nativos y algunos, muy pocos, blancos importados.
Después, principalmente
negros, llegados de muy lejos, africanos.
Pero después, enseguida, mira tú:
eran multitudes de mestizos, criollos, de aquí mismo.
Esos millones que han
lavado grava.
¿Has visto como todos nos miran, ojos bajos, temerosos,
preguntando callados?:
¿Quiénes somos nosotros?
¿Para qué
existimos?
¿Por qué?
¿Para nada?
Nosotros, mineiros, somos el pueblo
de héroes señalados.
Pero somos también el pueblo de asombrosas multitudes, de
gente engañada y cansada.
Somos el pueblo escarmentado en la carne y en el alma.
Somos el pueblo que vio y que ve.
El pueblo que vigila y espera.
Minas madre del oro y del azogue
Minas estelar, páramo, madre del
hierro, madre del oro y del azogue. Madre mineral, resplandor sulfúrico.
Minas
sideral, esquina de roca viva enterrada más allá del mar.
Minas antigua, cruel satrapía de la
hiel y de la agonía, yo te lo pido: ¡pon fin a esta agonía: relampaguea!
Relampaguea ahora.
Minas pide la muerte.
¡Muere! ¡Muere y renace!.
Rueden las
piedras saltadas del mar petrificado: rueden, derrumben el subterráneo paredón
de granito que aprisiona al pueblo y al tiempo, esclavizando, sangrando,
provocando hambre, asesinando.
Minas, árbol alto.
Minas de sangre,
de lágrima, de cólera.
Minas, madre de los hombres.
Minas del semen, del maíz,
del pétalo, de la pala, de la dinamita.
Minas carnal de la flor y la semilla.
Minas madre del dolor, madre de la vergüenza.
Minas, madre mía crepuscular.
Hemos de amanecer.
El mundo se tiñe
con las tintas de la alborada.
*Darcy Ribeiro, Revista Nuestra
América, febrero-marzo 1992, Memorial de América Latina, Sao Paulo, Brasil.
Antropólogo, escritor y profesor. Uno de los impulsores del Memorial de América
Latina al lado de Oscar Niemeyer. Autor de una vasta obra ensayística en el
área de antropología, sociología y política. Escribió también los romances
Maíra, Utopía Selvagem, O mulo, Kadiwéu y Migo.
Publicado por Agenda de Reflexión el Mayo 30, 2007
08:46 AM |
LA SENTENCIA
Revista Nuestra América
La sentencia de los jueces de María La Loca dice así: “Condenan al reo Joaquim José da Silva
Xavier, alias el Tiradentes, que fue alférez de la tropa paga de la Capitanía de Minas, a
ser conducido por las calles, atado y anunciado por el pregonero hasta el local
de la horca, y en ella morir de muerte natural para siempre, y que después de
muerto le sea cortada la cabeza y llevada a Villa Rica, en donde será clavada
en un poste alto, en el local más público, hasta que el tiempo la consuma; y su
cuerpo será dividido en cuatro cuartos, y clavado en postes, por el camino de
Minas, en la finca de la
Varginha y de las Cebolas, donde el reo realizó sus infames
prácticas, y el resto en las fincas de mayores poblaciones, hasta que el tiempo
también las consuma, declaran al reo infame, y a sus hijos y nietos,
confiscando sus bienes para el tesoro público y Cámara Real, y la casa donde
vivía en Villa Rica será arrasada e impregnada de sal para que nunca más pueda
edificarse en ese suelo, y no siendo propia será tasada y los bienes
confiscados se pagarán a su dueño, y en el mismo suelo se levantará un
monumento para que se conserve el recuerdo de este abominable reo”.
La sentencia real leída a los reos, en la
capilla, condena a muerte al alférez Joaquim José da Silva Xavier, el
Tiradentes, autor y cabeza de la subversión proyectada, entusiasta de la
república norteamericana, recién llegado de Europa, según las anotaciones de su
abogado.
Tiradentes se mantuvo altivo durante todo el
juicio, asumiendo toda la culpa, pidiendo perdón a los compañeros por no poder
salvarlos.
Decía que daría hasta diez vidas, si las
tuviera, para salvar a cada uno de ellos.
De ese calibre están hechos los
héroes.
Ellos se mantienen, digo yo, del fervor de su fe
por la causa que abrazaron, de la certeza de que luchan por la buena causa y de
que el oprobio de hoy, mañana recaerá sobre sus verdugos.
Tiradentes no se acabó ni se acaba.
Continúa en nosotros latiendo.
Por los siglos
continuará clamando en la carne de los nietos de nuestros nietos, exigiendo de
cada uno de nosotros su dignidad, su amor a la libertad.
-Hemos de amanecer.
El mundo se tiñe con las tintas de la alborada”
* Revista Nuestra América,
febrero-marzo 1992, Memorial de América Latina, Sao Paulo, Brasil.
CASA DE LOS
CONJURADOS
Equipo Proyecto
Emancipación
Teniendo en cuenta las circunstancias histórico-culturales-sociales que
se vivía en la Colonia
portuguesa del Brasil, sería un despropósito exigir de los subversivos mineiros’una Constitución escrita y un programa de gobierno, por eso
es de admirar el cuerpo de ideas que en dicha insurrección se debatieron.
Según los testimonios que se leen en los autos del proceso:
-Sería una república parlamentaria, con un parlamento en cada ciudad y
uno central, probablemente en Sao João del Rei.
-El camarista Gonzaga gobernaría durante los tres primeros años y
después habría elecciones anuales.
-No habría ejército oficial, pero todos los ciudadanos tendrían sus
propias armas y servirían, cuando convocados.
-Los sacerdotes colectarían diezmos para mantener las escuelas, las
casas de caridad y los hospitales en sus parroquias.
-Se crearía una universidad en Ouro Preto.
-Los esclavos serían liberados, comenzando por los mulatos.
-La república concedería premios a las mujeres que tuviesen y criasen
muchos hijos.
-Las deudas con la fiscalización portuguesa serían perdonadas.
-Habría plena libertad de comercio con las otras naciones.
-Serían abolidos los monopolios reales.
-Se crearían industrias, primero de hierro y pólvora, después de
cualquier tipo de manufactura.
Tiradentes
tenía la total seguridad de que podía crear en Brasil una república mejor y más
próspera que la de la América
inglesa, porque habíamos sido mejor dotados por la naturaleza, contando con
recursos minerales de inmensa riqueza, y nuestras ciudades eran más bellas y
más cultas que las norteamericanas.
Osado y
ardiente, Tiradentes decía a quien le quisiese oír: -Si todos quisiéramos, podríamos hacer de este país una gran nación.
También
repetía con frecuencia: -¡Ah, si todos
tuvieran mi ánimo! ¡Brasil sería de los brasileros!.
Irritado
con los cobardes, exclamaba: ¡Usted es
de los que le tienen miedo al bacalao!.
Esto se puede leer en los autos
del proceso.
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