jueves, 14 de diciembre de 2017

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La condena del ex comandante serbobosnio Ratko Mladic por el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) nos recuerda un conflicto brutal en el que todas las partes contendientes cometieron atrocidades, incluido el Oeste con un ataque aéreo de la OTAN de 78 días de duración en el cual cientos de civiles fueron asesinados.
Como lo describió el dramaturgo inglés ganador del premio nobel Harold Pinter: «La acción de la OTAN en Serbia no tuvo nada que ver con el destino de los albaneses de Kosovo, sino que fue otra aseveración descarada y brutal del poder de Estados Unidos».
Basado en la demonización total de los serbios que tuvo lugar durante y después de un conflicto que resultó en la destrucción y el desmantelamiento de la República Federativa Socialista de Yugoslavia (RSSY), uno pensaría que los serbios fueron la causa del conflicto y el único lado ocupado en ello. Tal interpretación de lo que se erige como uno de los episodios más trágicos en la historia de los Balcanes es ofensiva no solo para los que sufrieron sino también para la verdad.
La destrucción de la República Federal Socialista de Yugoslavia (RFSY) fue el crimen general dentro del cual deben entenderse todos los demás crímenes y atrocidades cometidos en el curso del conflicto. El intento de eludir este crimen más amplio, centrarse en cambio en las atrocidades llevadas a cabo en el conflicto que siguió, no es accidental. Porque lo que estamos tratando es el imperialismo occidental rojo de dientes y garras; y cómo en el caso de la ex Yugoslavia, Occidente logró explotar las fisuras nacionales y étnicas regresivas que durante mucho tiempo cruzaron los Balcanes para lograr su objetivo de desmantelar el último estado socialista en Europa después del colapso de la Unión Soviética.
Bajo la constitución de la SFRY, las fisuras nacionalistas y étnicas se sublimaron con éxito en favor de una identidad yugoslava común en torno a la cual sus ciudadanos podrían unirse y unirse para forjar un estado multiétnico y multireligioso, que durante décadas fue un faro social y justicia económica. A este respecto, demostró ser eminentemente exitoso en el período de la posguerra.
Los problemas para acosar a Yugoslavia se debieron a la crisis de la deuda que envolvió al país en los años ochenta. Bajo el liderazgo de Tito, Yugoslavia, se había embarcado en un programa demasiado ambicioso de hiperinversión con el objetivo de desarrollar sus regiones más pobres, elevar los niveles de vida y efectuar la modernización de la industria y la infraestructura.
El programa se desarrolló bajo los auspicios del modelo de autogestión de los trabajadores, que se estableció en la década de 1950 para descentralizar la gestión de la industria hacia la fábrica, dando así a los trabajadores comunes una participación en el funcionamiento de la economía y, con eso, el sistema socialista que lo sustentó.
Sin embargo, la autonomía económica proporcionada bajo la autogestión incluía la capacidad de pedir prestado para la inversión. Los préstamos en la década de 1970 se habían salido de control, con la abundancia de crédito barato y dinero girando en torno a la economía que conducía inexorablemente a la hiperinflación. El resultado de la crisis resultante de la deuda fue la recesión económica, en respuesta a lo cual las partes más ricas y ricas en recursos del país comenzaron a resentirse por subsidiar a sus regiones más pobres.
Volviendo a la independencia catalana, aquí estamos obligados a dar un breve rodeo para elevar el doble rasero de Occidente en su reconocimiento de la secesión cuando surgió en la antigua Yugoslavia, y su negativa a reconocerlo en el caso de Cataluña desde España en tiempos recientes. El hedor de la hipocresía abunda cuando se considera esto, ya que constituye una evidencia más de que, en lo que concierne a Occidente, la soberanía nacional solo se respeta cuando se trata de sus aliados o de aquellos Estados que son lo suficientemente fuertes como para resistir su violación en busca de una estrategia y objetivos económicos hegemónicos. Es el ethos, por un último día Imperio Romano, de la fuerza es correcto
el mismo que yace en la raíz del orden internacional en nuestro tiempo, independientemente de los platitutdes elevados y vacuos inflados incansablemente por Washington y sus aliados en lo que respecta a la democracia y los derechos humanos.
Análisis: En 1943 nació la Yugoslavia federal y socialista
Roberto Molina Hernández
Aunque no oficialmente, el Día de la República sigue siendo festivo para quienes recuerdan la histórica Segunda Sesión del Consejo Antifascista de Liberación Nacional de Yugoslavia que proclamó el ordenamiento federal del país el 29 de noviembre de 1943.
Transcurridos 74 años de la reunión de los más destacados líderes de las formaciones guerrilleras y la clandestinidad que combatían la ocupación de la Alemania nazi, sus aliados de países vecinos y servidores nacionales, apenas algunos diarios publican hoy reseñas sobre lo que fue motivo de celebración para 23 millones de personas.
Ese día, en las montañas de Jajce, un pintoresco paraje en la actual Bosnia y Herzegovina, se anunció al mundo el nacimiento de un nuevo estado, descrito en los documentos del cónclave como ‘democrático, federativo y una comunidad de pueblos iguales en derechos’.
La fecha quedó fijada para siempre en lo que sería el escudo del país que desde entonces dejó de ser un reino para transformarse en República, con varias denominaciones hasta registrarse en 1963 como República Socialista Federativa de Yugoslavia.
El fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, tras las victoriosas acciones de los partisanos comandados por Josip Broz Tito, significó el despegue de la construcción de un nuevo país que alcanzó cotas importantes de desarrollo económico, social, industrial, cultural y político por su rol en la arena internacional.
Como su primer ministro desde 1944 y presidente desde 1953 hasta 1980 (cuando falleció) Tito trascendió las fronteras de las seis repúblicas que integraron el nuevo estado (Bosnia y Herzegovina, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia) como uno de los pilares del Movimiento de Países No Alineados.
La influencia de esa agrupación en África, Asia y América Latina la convirtió en importante factor en el escenario mundial por su posición contra los dos bloques político- militares existentes y de apoyo a las luchas contra el colonialismo y el neocolonialismo.
De esa manera, Yugoslavia cosechó un prestigio global de grandes proporciones y un protagonismo no siempre bien visto por grandes potencias, que tras la muerte de Tito y la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista aprovecharon fisuras internas para provocar su colapso, como ocurrió en los años 90.
El desguace de los territorios que en 1943 se proclamaron ‘en hermandad y unidad’- no sin sangrientas guerras con miles de muertos y enormes daños materiales- acabaron con la efeméride del nacimiento de lo que en tiempo sus ciudadanos consideraban ‘el mejor país del mundo’.
En 2002, Serbia, el único territorio que aún seguía considerando el 29 de noviembre como fiesta, adoptó un decreto poniendo fin a ese recordatorio de un proyecto socio-económico ya frustrado.
Desde entonces acá, apenas se recoge en los libros de texto y en los medios.
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Empero, en un día como hoy se repite el peregrinaje de cientos y miles de personas (nostálgicos les dicen) al sitio en Belgrado donde reposan los restos de Tito y algunos locales gastronómicos organizan almuerzos conmemorativos para los mayores que vivieron en la ‘Yugoslavia socialista, autogestora y no alineada’.
El escudo nacido en Jajce y la bandera de las tres franjas (azul, blanca y roja) con la estrella roja en el centro decoran esos sitios, mientras los participantes, algunos en compañía de hijos y nietos- corean las canciones guerrilleras y antifascistas de entonces y rememoran las celebraciones de una época perdida.

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