Torturas sin resultados
Las conclusiones del informe sobre la CIA
presentadas por el Comité de Inteligencia del Senado de los EEUU
demuestran que en los últimos años, y tal y como se denunciaba desde
diferentes organizaciones de derechos humanos, cientos de personas han sido torturadas, y algunas de ellas asesinadas, con el legítimo objetivo de “detener ataques y salvar vidas”. La información sobre estos hechos ha sido recogida ampliamente en los medios norteamericanos (puede verse el New York Times, el Washington Post, The Guardian, o la excelente entrevista de Amanpour a Ben Emerson en CNN), y también en los españoles (Ramón Lobo en infoLibre, Alberto Sicilia en Público, o Iker Armentia en eldiario.es), y replantea una vez más el carácter de verdugo que lo fáctico suele tener sobre el Derecho.
Resulta destacable que una de las principales conclusiones de ese Informe es que, contrariamente a lo que la Agencia de Inteligencia defiende, las torturas no produjeron resultados (ni
detuvieron ataques ni salvaron vidas), un hecho que no ha dejado de
tener su importancia en el análisis y valoración de la noticia. Sin
embargo, desde la perspectiva de los derechos humanos, del Derecho en
sentido estricto, resulta revelador que se produzca esa dialéctica (¿son
útiles o no esas “cosas aborrecibles” –la CIA nunca pronuncia la
palabra tortura– que los agentes hacen a las personas para obtener información?), pues, de entrada, si existe un derecho absoluto, un derecho que no puede ser sometido a límite o condición, ese derecho es el de no ser sometido a torturas.
No obstante, dice Massimo La Torre que la relación entre la tortura y el Derecho es como las amistades peligrosas que, como viejas amistades, siempre se pueden recomponer. La realidad nos demuestra que la afirmación del profesor de Messina es correcta.
De entrada el Derecho penal moderno rechaza frontalmente la tortura, pues se trata de un castigo aplicado antes de que exista el crimen (para Voltaire, la tortura est punir avant de connaitre, et il est absurde de punir pour connaitre),
y tanto la ONU como las organizaciones internacionales y civiles que
defienden los derechos humanos, no admiten resquicio alguno para su
justificación. Sin embargo, en los últimos años, dos “causas” han recuperado la incorporación de la violencia a los márgenes internos del Derecho,
y no sólo para la discusión teórica, sino para su aplicación práctica
por medio de normas que, con mayor o menor alcance, han sido avaladas
por alguna jurisprudencia. Estas causas son el conflicto palestino-israelí y los atentados del 11 de septiembre de 2001.
En ambos casos nos enfrentamos a dos Estados (Israel y EEUU) que
reclaman para sí mismos la condición de democracias avanzadas, pero que
practican (de facto, o con cierta cobertura legal) la tortura como medio
para obtener información con la que contrarrestar el terror al que se
ven sometidas. No son los únicos, más allá de la colaboración que
algunos países (España entre ellos) hayan podido prestar a las
actividades violentas de aquéllos, otros como Alemania han tenido la ocasión de debatir seriamente a partir de casos reales (Caso Daschner), con posiciones argumentadas no del todo esperanzadoras para la prohibición de la tortura.
Ni los argumentos ni las estrategias que justifican la relegalización de la tortura son nuevos, si acaso aparecen remozados para la atemorizada “sociedad del riesgo global” (Beck)
del siglo XXI. El estado de necesidad, el horror inminente, la defensa
legítima, la explicación del mal menor, la comparación (qué es peor, ser
torturado o impedir el daño de otros, que es lo que el torturado, con
su silencio, no quiere evitar; qué vale más, la dignidad del torturado o
la de las víctimas del terrorismo), la ponderación con otros derechos
que deben protegerse, el utilitarismo que impregna la intuición moral de
que se puede ejercer la violencia para evitar la muerte de inocentes…,
todos ellos son argumentos muy poderosos que, además de dirigir la culpa
de la tortura hacia el mismo torturado, convencen de su justicia e
infalibilidad a no pocos ciudadanos, incluidos funcionarios,
parlamentarios y jueces.
Si, además, a esa batería de justificaciones unimos la estrategia de la “redefinición de la tortura”,
según la cual ésta solo comprendería los casos de crueldad extrema y de
peligro inminente para la vida del torturado, bien puede decirse que
impedir que se pierda (o recuperar donde se ha perdido), el carácter
absoluto del derecho a no sufrirla va a ser una tarea más ardua de lo
que sería deseable.
Respecto a esta redefinición, recuerda La Torre que la normativa que prohíbe la tortura ha querido evitar, de manera expresa, su reconceptualización. Por eso, en las leyes y convenios internacionales (Convención de la ONU contra la Tortura)
la prohibición de la tortura va acompañada normalmente de otras formas
de violencia o crueldad menor (tratos inhumanos y degradantes, por
ejemplo, en el art.15 CE), que también están proscritas de modo absoluto, para que no quepa duda de que no cabe “torturar ni un poquito”.
En cuanto a las razones para considerar la tortura, nada
hay más difícil que someter la teoría de los derechos humanos a las
imágenes de la violencia terrorista o al miedo de una sociedad opulenta y
escasamente empática. Pero la teoría de los derechos se ha
reflejado ya muchas veces en el suelo práctico de una Historia que nos
demuestra que la sola consideración de la tortura para fines de
seguridad es el inicio de una pendiente deslizante para la que no se
conocen frenos. La tortura, los tratos inhumanos y degradantes, cuando
se convierten en posibilidad normativa o en aceptación fáctica, dejan de
ser la tortura aplicada a un hecho concreto y extremo –donde la
irresistible tensión moral sobre el bien que debe ser protegido con
mayor fuerza (un niño inocente frente a un terrorista sanguinario) anula
de partida el equilibrio del debate–, y pasan a convertirse en la base
legal de un estado de excepción permanente. No debe dejar de recordarse que por el resquicio de esa puerta abierta a la pendiente se deslizan los casos de la obediencia debida, las acciones de guerra ajenas a las convenciones de Ginebra, los asesinatos selectivos, las palizas en comisarías, las prácticas sistemáticas y brutales
que acaban de conocerse oficialmente por el Informe del Senado
estadounidense, o la tibieza de los tribunales a la hora de investigar y
exigir responsabilidades a las autoridades que hayan aplicado torturas
(al respecto, en este blog puede verse “La detención incomunicada vulnera los derechos humanos” y “La investigación de las torturas por los jueces”).
Así que no se trata exclusivamente de
abordar la cuestión moral de si el mal puede combatirse con el mal, o de
si cabe la opción de perder la dignidad como sociedades democráticas
para salvaguardar los derechos y valores que sostienen esas mismas
sociedades. Se trata de entender que la aceptación de la tortura (aun en casos extremos) como instrumento legítimo “para detener ataques y defender vidas” está directamente vinculada con la idea de que los derechos humanos son un lujo que, en momentos de dificultad o peligro, deben ser suspendidos.
Se trata de entender que, en una sociedad obsesionada (o a la que se
puede obsesionar con cierta facilidad) con la inseguridad y las
amenazas, esa aceptación, siquiera teórica, supone la renuncia a la
protección de los derechos fundamentales y la bienvenida al estado de
excepción. Se trata de entender que la tortura siempre produce al menos un resultado, y ese resultado es la muerte del Estado de Derecho.
Código Penal español. Art.174.1.Comete tortura la autoridad o funcionario público que, abusando de su cargo, y con el fin de obtener una confesión o información de cualquier persona o de castigarla por cualquier hecho que haya cometido o se sospeche que ha cometido, o por cualquier razón basada en algún tipo de discriminación, la sometiere a condiciones o procedimientos que por su naturaleza, duración u otras circunstancias, le supongan sufrimientos físicos o mentales, la supresión o disminución de sus facultades de conocimiento, discernimiento o decisión o que, de cualquier otro modo, atenten contra su integridad moral…
El más denigrado es el que tortura,los que fuimos torturados seguimos dignos y enteros y dormimos todas las noches con el respeto de los nuestros.
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