martes, 18 de noviembre de 2014

ASI SIGUE MATANDO EL IMPERIO QUE ADMIRAN LOS DE LA CASTA PP-PSOE

Páginas de napalm

El periodista e historiador Nick Turse revela en 'Dispara a todo lo que se mueva' que las matanzas de civiles en Vietnam no fueron de ningún modo accidentales
Manuel Barea.
zoom
Cadáveres en la aldea de My Lai, en Vietnam, tras la matanza del 15 de marzo de 1968.
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Dispara a todo lo que se mueva. Nick Turse. Trad. María Tabuyo y Agustín López Tobajas. .

"Una guerra que por un lado era repugnante, real y retransmitida con todo lujo de detalles y por otro lado era una simple estadística y resultaba borrosa para todos aquellos que conocíamos y manipulábamos los informes verídicos", dice David Boyd, protagonista del relato Lyndon, de David Foster Wallace. Así fue la guerra de Vietnam y lo que se hacía con ella entonces -mientras ocurría- y se ha hecho con ella durante tanto tiempo después, tan audiovisual, tan cinematográfica y con la mejor banda sonora de nuestras vidas sonando a toda tralla, un bombardeo de imágenes y decibelios para convertir el horror en espectáculo. Boquiabiertos y con los ojos como platos y con todo ese estruendo aéreo zumbando en las orejas y cegados por la terriblemente majestuosa destrucción que causan las llamaradas que aplaude el majara del coronel Kilgore, refrescados por la atmósfera de aire acondicionado con aroma de pino o de lavanda de la sala de cine mientras el militar psicópata disfruta del tufo a gasolina quemada, del olor a victoria que desprende una colina calcinada por el napalm con cerdos y bueyes a la brasa y también ancianos y niños y mujeres y hombres hechos fosfatina, y admirando desde el mullido confort de las palomitas y los refrescos el horror, el horror, apenas reparamos en que por muy cojonuda que sea la película no se acerca ni de lejos a desvelarnos la millonésima parte de lo que en verdad ocurrió en aquel sitio al que enviaron al capitán Willard: el peor lugar del mundo. Y él sin saberlo.

Pasa lo mismo con los libros. Por muy bien escritos que estén, por muy documentadas que se nos presenten sus páginas, concluimos su lectura con la certeza de que hemos tenido un acercamiento, de que hemos disfrutado un roce o sufrido un rasguño. Y sí, sentimos la emoción cuando la obra ha sido hecha desde la honestidad y el trabajo del autor muestra una implicación, una dedicación y una elaboración que sólo puede medirse en quilates. Pero sabemos que fue mucho más. Comprendemos la magnitud de lo que se nos está contando y constituye un éxito para un libro sobre la guerra -cualquiera de las muchas con las que el hombre se ha dedicado a acabar con el hombre- si al terminar y apenas sin aliento conseguimos decir: "Dios, cómo debió ser aquello".

Es lo que ocurre con Dispara a todo lo que se mueva. El título no es una ocurrencia del autor, el periodista e historiador Nick Turse (1975), habitual con crónicas y reportajes de investigación en publicaciones como Los Angeles Times, San Francisco Chronicle o The Nation. Tampoco es un reclamo publicitario de la editorial, aunque hay que reconocerle el sugestivo gancho que lanza desde la mesa de novedades la portada del libro, con la foto de un joven soldado pertrechado con su M-16 tras una calavera humana. "Disparad a todo lo que se mueva" fue la orden que se hizo extensiva en numerosas operaciones del conflicto llevadas a cabo por el Ejército norteamericano en sus incursiones en las aldeas vietnamitas: todo era un charlie, hasta las gallinas. La obra de Turse es, en este caso, ejemplar, clarificadora y muy elocuente. Partiendo de lo sucedido en My Lai el atardecer del 15 de marzo de 1968, una de las mayores atrocidades cometidas a lo largo de la guerra por soldados estadounidenses, el autor revela que las razias de los marines no constituían un hecho aislado provocado por la paranoia de unos reclutas descontrolados drogados hasta las cejas. Lo que aquel día hicieron miembros de la Compañía Charlie de la Americal Division, Primer Batallón, 20º de Infantería fue una "operación planificada". El capitán Ernest Medina dio la orden de que "matáramos a todo el pueblo", según Harry Stanley, uno de los soldados cuyo testimonio recoge Nurse en su obra. Otro pidió más precisión y preguntó: "¿Se supone que debemos matar a mujeres y niños?" Y Medina respondió: "Disparad a todo lo que se mueva".

Y fue una carnicería.

No pertenece el trabajo de Nurse a la categoría de libros fabricados desde la aversión sistemática a ese imperialismo yanqui que "imprime a sangre y fuego sus barras y estrellas mientras la bota cruel del Tío Sam aplasta a los pueblos oprimidos de la tierra" y toda esa perorata. El libro no huele a Oliver Stone. El libro, lejos de incurrir en el revisionismo o el remordimiento y cuidándose mucho de trasmitir cualquier mensaje moralizante (¿sobre la guerra de Vietnam?), sí denuncia lo que durante demasiado tiempo ha estado oculto. No iban a Indochina los soldados norteamericanos a una misión humanitaria, evidentemente. Pero tampoco a una campaña de exterminio. Y sin embargo en demasiadas ocasiones su comportamiento estuvo más cerca de esto que de lo primero. Los guerrilleros del Vietcong no eran hermanas de la Caridad, pero no todos los pijamas negros ocultaban en sus ropas un racimo de granadas. Y sin embargo, para muchos mandos militares de EEUU, sí, todos ellos eran sospechosos, incluidos ancianos y niños: más temprano que tarde intentarían un ataque. La masacre de My Lai y otras más lo demuestran. Las aldeas, con todo lo que había dentro (personas, animales y enseres), eran borradas del mapa.

En este punto resulta reveladora una escena que ofrece Nurse en su libro: tras muchos meses ocultando pruebas, el 21 de noviembre de 1969 el secretario de Defensa, Melvin Laird, habló en privado con el consejero de Seguridad Nacional, Henry Kissinger, sobre cómo le gustaría "barrer todo bajo la alfombra". Ese mismo día, Herbert Klein, director de comunicación de la Casa Blanca -Richard Nixon era su inquilino- advirtió al jefe de gabinete del presidente, H. R. Haldeman, que la matanza de My Lai podía "dar lugar a un proceso casi como el de Nuremberg y podía tener importantes consecuencias sobre la opinión pública".

Y es que a finales de ese año los asesinatos de vietnamitas a sangre fría eran cada vez más frecuentes. El soldado George Chunko narró por carta a sus padres uno de estos crímenes y después, quejándose de lo que habían hecho sus compañeros, informó a un superior. Regresó a casa dentro de un féretro porque murió 24 horas después. ¿En una emboscada? Nurse cuenta en su libro que murió en extrañas circunstancias... aunque decir esto tratándose de Vietnam...

Y mientras, como recuerda Nurse, los medios de comunicación de masas difundían la información oficial: los jóvenes estadounidenses perdían la vida a miles y miles de kilómetros del hogar luchando por la libertad y contra el comunismo en una guerra dominada por la estadística. Dispara a todo lo que se mueva subraya ese afán por la contabilidad que imperaba en el Pentágono, que transmitía sus chicos bestialmente adiestrados en los campos de entrenamiento -la primera parte de La chaqueta metálica, de Stanley Kubrick, no es ninguna exageración- la necesidad de engordar cada jornada el body count, el cómputo de bajas creadas al enemigo. Y ellos rotulaban en su casco el "Born to kill" y la emprendían a tiros contra todo lo que respiraba: un buey, una gallina, una anciana, un niño. Todos del Vietcong.

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