domingo, 1 de junio de 2014


Guerrilla en el Norte y "Doctrina de la Seguridad Nacional"



Los hombres del Ché

Diez hombres, supuestos diplomáticos de la República de Argelia, se instalaron muy cerca de la frontera boliviana con Salta, luego de llegar hasta allí en tren. Corrían los primeros días del mes de mayo de 1963; gobernaba el país José María Guido, quien fuera vicepresidente de Frondizi, ahora un títere civil impuesto por los militares.
Los "argelinos" eran en realidad el periodista porteño Jorge Massetti, de 34 años, y sus compañeros, entre otros el mendocino Ciro Bustos, pintor, el chaqueño Federico Méndez, mecánico, y los cubanos Hermes Peña, Alberto Castellanos y Abelardo Colomé Ibarra. Peña y Castellanos integraban la guardia personal del Ché Guevara; Colomé Ibarra era un agente de inteligencia del Ejército Cubano. Venían a crear un foco guerrillero en la Argentina.
La idea, surgida del comandante Ernesto Guevara, era crear en su propio país, la Argentina, el primer "Vietnam" que iniciara la resistencia revolucionaria latinoamericana al imperialismo estadounidense. El mismo Ché se sumaría a la lucha, una vez que terminara de ordenar el traspaso de sus compromisos como ministro de Industria cubano.
El año anterior había estallado el episodio más caliente de la Guerra Fría: Estados Unidos y la Unión Soviética habían estado a un paso de la confrontación nuclear, debido a los poderosos misiles instalados por los comunistas en Cuba.
Los hombres del Ché se instalaron cerca de Tarija, a 70 kilómetros de la frontera argentina, donde la inteligencia cubana había comprado la finca de Embororazá. Allí, el 21 de junio de 1963 se efectuó el juramento de fidelidad de los combatientes para con el Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP): "Revolución o muerte", exclamó cada uno de los combatientes, luego de prometer acatar los códigos militares y éticos de la guerrilla revolucionaria. Estaban vestidos con ropa de combate, color verde oliva, y en sus gorras llevaban bordado un escudo con un sol rojo y negro.
Luego de algunos ejercicios, el grupo se filtró en territorio argentino para instalar su primer campamento. A esa zona, la palabra inhóspita le quedaba chica: montes con árboles espesos e interminables, arañas, alacranes, mosquitos, jejenes, garrapatas, víboras, pululaban y no eran precisamente amables hacia los visitantes humanos. Desde el medio de esa selva el comandante Segundo (Massetti) envió un delegado a Córdoba y buenos Aires para reclutar adherentes.
Ciro Bustos, responsable de esta tarea, tomó contacto con disidentes del Partido Comunista como el cordobés José Aricó, editor de la revista Pasado y Presente, y toda una red de intelectuales que resolvieron apoyar políticamente al EGP aunque con ciertas críticas. De estos contactos resultó la incorporación de un estudiante de Medicina cordobés y un estudiante de Bellas Artes porteño al contingente en la selva.
Mientras los guerrilleros luchaban para adaptarse a la dura naturaleza, el 7 de julio de 1963 los militares llamaron a elecciones, en las cuales triunfó el candidato de la Unión Cívica Radical, el médico Arturo Illia, gracias a la prohibición de participar al peronismo.
Debido a la incipiente apertura democrática que se insinuaba, Massetti decidió dar a conocer públicamente la existencia de su guerrilla, a través de una Carta Abierta al presidente Illia. La carta fue publicada en el periódico peronista Compañero; en uno de sus párrafos principales decía: "El pueblo argentino puede decirle sin equívoco: es usted producto del más escandaloso fraude electoral en toda la historia del país (...) Renuncie. Exija elecciones generales y libres en las cuales los argentinos no se vean coaccionados a votar sino puedan ejercer su derecho a elegir". Esta aguda observación de Massetti no era descabellada: Illia había llegado al gobierno sólo con el 15 % de los votos escrutados, por debajo de los votos en blanco, un 20 % del total.
La carta sólo sirvió para que los Servicios de Inteligencia de las fuerzas represivas argentinas detectaran al grupo revolucionario, ya que la escasa circulación del periódico y cierto entusiasmo entre los sectores políticos por la aparente democracia, hicieron pasar totalmente desapercibido el manifiesto guerrillero.
Luego de ir y volver constantemente a través de la frontera con Bolivia, el 21 de septiembre de 1963 los guerrilleros instalan su primer campamento argentino, 15 kilómetros al oeste de la localidad de Aguas Blancas, muy cerca del cauce principal del río Bermejo.
El entrenamiento militar que practicaban en las cercanías de Orán, conducidos por Massetti y los militares cubanos, era sumamente exigente. Efectuaban marchas forzadas, relevaban el terreno palmo a palmo, y trataban de fortalecerse al máximo ejercitando arriesgadas incursiones en las selvas o escalando laderas imposibles, caminando durante horas al borde de precipicios. Esta exigencia rigurosísima de los comandantes fue minando la resistencia de alguno de los adherentes. El primero en "quebrarse" fue el porteño "Pupi" Rotblat. Cayó en una situación desesperante. No soportaba el entrenamiento militar, que le producía desmayos; sufría ataques de asma que lo paralizaban, se perdía constantemente y sus compañeros debían regresar a buscarlo. Pronto comenzó a padecer crisis nerviosas. Finalmente solicitó regresar; y cuando los demás sospecharon que se escaparía, temieron el fracaso de toda la empresa por esa debilidad que podría llevarlo a delatar la operación guerrillera. Fue condenado a muerte. Uno de los combatientes lo mató de un tiro en la cabeza.
Pronto, otro de los guerrilleros sería fusilado. Se trataba de Bernardo Groswald, un ex empleado bancario cordobés. Débil y excedido de peso, tampoco soportó la instrucción militar y el acoso del clima terminaron con su resistencia nerviosa. Uno de sus compañeros cordobeses recordó muchos años después haberle advertido que no se incorporara a la guerrilla, pues no lo soportaría. "¿Sabes cómo es el infierno", recuerda que le dijo: "bueno, esto es diez veces peor". Según estas declaraciones publicadas por el diario La Nación, el "Gordo" Groswald constestó aquella vez, cuando se trataba su integración al grupo: "Sólo te pido que me lleves, es lo único que me importa en la vida". Sin embargo, luego de dos meses de adiestramiento militar, se convirtió en un gran estorbo. Se negaba a cumplir la disciplina militar, no se higienizaba, lloraba con frecuencia y se masturbaba varias veces por día. Entonces fue condenado a muerte.
Por fin el grupo recibió luz verde para iniciar las acciones guerrilleras. Su primera acción fue programada para el 18 de marzo de 1964, día en que se cumplían dos años del derrocamiento del presidente Frondizi por los militares. Los guerrilleros, ya suficientemente entrenados, tomarían por un día el pueblo de Yuto, ya en territorio de Jujuy. El Ché envió una nota en la que decía "espero ansioso el comienzo de las operaciones".
Nunca se supo exactamente la causa de que dos semanas antes del copamiento, fueran sorprendidos en el monte por la gendarmería. Se cree que hubo infiltraciones entre sus redes de apoyo ciudadano, y que las fuerzas represivas venían observándolos desde tiempo atrás. Luego de un intenso tiroteo, murieron seis guerrilleros, catorce cayeron presos. Los dos restantes, el comandante Massetti y un cordobés, desaparecieron para siempre. Se hicieron muchas conjeturas acerca de su destino. Algunos dijeron que habían sido alcanzados y aniquilados por la gendarmería, para quitarles una importante cantidad de dinero que Massetti llevaba con él. Pero lo más probable es que hayan sucumbido víctimas de la falta de víveres, las enfermedades y las dificultades que la naturaleza presenta, en medio de la montaña selvática.
Algunos de los 14 sobrevivientes estuvieron en la cárcel hasta el retorno del peronismo, en 1973. Otros lograron que les permitieran salir al extranjero. De ellos, el pintor Ciro Bustos se integraría a la guerrilla del Ché y hoy vive en Cuba. Jorge Bellomo, otro de los sobrevivientes, moriría combatiendo, años más tarde, en las filas del Ejército Revolucionario del Pueblo.

El radicalismo en Santiago

En el ámbito local, desde el 7 de Julio de 1963 gobernaba la provincia Benjamín Zavalía quién había obtenido alrededor de 68 mil votos. "En relación con éstos comicios, las cifras revelaron que el radicalismo tuvo en toda la provincia, una merma en su caudal electoral de 7.455 sufragios. El crecimiento del peronismo en todo el país, fue una preocupación para los sectores antiperonistas de las Fuerzas Armadas". (5) Zavalía no avivaba grandes expectativas en la sociedad. Pocos olvidaban que había alcanzado el gobierno gracias a la completa proscripción del peronismo. En Santiago el radicalismo siempre fue una minoría, y la mayoría de las veces "muy obsecuente; estuvo ligado a la derecha radical y nunca fueron muy combativos" (6)
Los intentos revolucionarios habían quedado ahogados con el fracaso de la guerrilla uturunca; los sectores peronistas, que podían haber dado origen a estos movimientos, estaban desalentados además por la poca solidaridad demostrada por la dirigencia peronista hacia sus militantes presos. Desde 1960 estaba detenido el "Puma" Seravalle, a quien algunos militares peronistas y dirigentes nacionales "habían mandado al frente", pero al cual ni siquiera se habían molestado en buscarle un abogado cuando cayó en prisión.
El sector político más dinámico del partido proscripto parecía ser aquel que sería llamado "Neoperonismo". Bajo el ala protectora de Vandor -quien había cobrado un poder extraordinario como conductor del poderoso sindicato nacional Unión Obrera Metalúrgica- un grupo de políticos de todo el país estaba intentando formar una estructura política que, aprovechando la organización de bases peronistas, formase un partido político en el cual se borrase los inconvenientes rasgos de origen, para ser admitidos por el militarimo "gorila" dominante.
Santiago no estuvo alejado de ésa circunstancia, dado que el principal referente del justicialismo, "Carlos Juárez intentó hacer un movimiento por fuera de la línea del partido siguiendo la ruta de Vandor. Al igual que éste, Juárez ensayó junto a Sapag de Catamarca, hacer un peronismo sin Perón". Pero ello les costó a estos políticos que muchas organizaciones internas del peronismo los declararan persona no grata y se alejasen de ellos. Finalmente este movimiento neoperonista no prosperaría, y la mayoría de sus impulsores regresarían a las fuentes (en el caso del peronismo bastante imprecisas).
Los únicos grupos genuinamente revolucionarios en Santiago se reunían en tertulias pequeñas, bajo los techos de la CGT en algunos casos, el Sindicato de Maestros, o la librería Dimensión. Estaban ligados al incipiente sector que luego desembocaría en la "CGT" de los Argentinos, el Trotskismo, el Partido Comunista, y el FRIP. De a poco estos sectores, que no se habían tolerado antes, fueron encontrando en la antipática dictadura de los "cajetillas" radicales y los militares "gorilas", un factor de unión.
En este período visitaron Santiago Witold Gombrowicz, gran escritor de origen polaco y también José María Arguedas, Germán de Arciniegas, Miguel Angel Asturias. Todos ellos se impresionaron mucho con la personalidad de Francisco Santucho, el fundador del FRIP y su hermano, Mario Roberto. Ellos estaban siempre rodeados de un grupo de artistas e intelectuales, muchos de ellos los más brillantes que produjo Santiago en toda su historia. La mayoría jóvenes, aunque no siempre militaban en algún sector político definido, su actitud general se inclinaba hacia la izquierda. Alberto Alba, Alfredo Gogna, Mario Navarro, Rosendo Allub, Betty Alba, Julio Carreras (padre) eran algunos de quienes constituían este inquieto movimiento, y constantemente se reunían en el acogedor ámbito de la revista Dimensión. Con ellos alternaría Lautaro Murúa, joven actor de fama nacional, quien viajó desde buenos Aires con un importante equipo para filmar una excelente versión de la novela de Jorge Washington Ábalos, Shunko.
También el Ché Guevara estuvo brevemente en Santiago, hacia 1965. Estaba organizando lo que luego serían las agrupaciones del Ejército Guerrillero del Pueblo para luchar en Salta y luego en Bolivia. Habló con el comandante uturunco Félix Seravalle y algunos miembros de grupos peronistas y comunistas locales.

El golpe (y cómo aprovecharlo)

El 27 de Junio de 1966 el presidente Arturo Illia era derrocado por los generales Pistarini y Alzogaray, comandantes del Ejército, quienes en su lugar colocaron al general Juan Carlos Onganía. El gobierno de Arturo Illia, si bien nunca pudo superar su falla de origen -esto es, que había llegado al gobierno con el 23% de los votos tras la proscripción del Justicialismo- al menos constituía una cierta garantía institucional de algunas pautas democráticas básicas. El golpe militar en cambio, venía imponer "mano dura" erradicando cualquier atisbo de constitucionalidad legítima en los actos de gobierno.
Onganía era un "nacionalista" muy a la usanza argentina. Esto es, ostentoso cultor de los símbolos, la cultura gaucha, una esmerada y machista sobriedad, pero en los hechos asiduo concurrente a los cursos de contrainsurgencia del Pentágono, y obediente ejecutor de los planes diseñados por el Departamento de Estado de los Estados Unidos.
Además del apoyo de la CIA, Onganía concitaba también el del Opus Dei, organización católica que más tarde inspiraría al reverendo Moon, destinada a defender y movilizar corporativamente al gran capitalismo cobijado bajo el manto de esta confesión religiosa. En el plan de esta organización está el comprometer en sus cometidos a la gran franja de la clase media, por lo cual en el período del Onganiato florecerían los "Cursillos de Cristiandad", a través de los cuales se daba la oportunidad a los pequeño burgueses más esforzados de alternar en gratificante "igualdad" con los tiburones más conspicuos de cada región, creando así un poderoso espíritu de logia y dotando al mismo tiempo de alguna base popular a estos sectores tradicionalmente alejados del pueblo argentino. Mariano Grondona, un treintañero periodista, ya muy destacado como director de la pronorteamericana revista Visión, era quien actuaba como el "pensador" principal tras de Onganía. No sólo escribía sus discursos, sino pautaba gran parte de los proyectos institucionales del usurpador de la presidencia, incluyendo los religiosos, pues también Grondona era, como corresponde, miembro importante de la cofradía católica mencionada. Eran ambiciosos. Habían declarado públicamente que su gobierno había llegado para quedarse "unos cuarenta años", aunque oficialmente decían que La Revolución Argentina -como la llamaban- se tomaría el tiempo necesario para producir los profundos cambios estructurales que se proponían. En esto también serían imitados luego por sus continuadores militares del Proceso de Reorganización Nacional, quienes sostenían que el proceso "no tenía plazos sino objetivos".
Onganía designó para gobernar Santiago del Estero a otro general retirado, Francisco Uriondo -emparentado con el Uturunco, aunque en las antípodas ideológicas de aquella "locura juvenil" por cierto. Uriondo era un burócrata autoritario y poco imaginativo, quien se dedicó al aspecto protocolar y a la vida social entre las reducidas esferas de la modesta aunque presuntuosa plutocracia santiagueña, entregando el manejo de la administración real a un equipo de tecnócratas.

La represión se especializa

La Doctrina de la Seguridad Nacional pasaría desde entonces a jugar un rol importante como virtual sustentador de los mecanismos del Estado, los cuales se irán convirtiendo en cada vez más y más represivos. "El otrora legalista militar azul, asumía la conducción del golpe militar que había sido preparado con gran apoyo publicitario y una vasta campaña de acción psicológica". (1) Este proceso de paulatino endurecimiento represivo había tenido sus orígenes en el golpe militar de 1955, derrocador entonces del gobierno constitucional del general Perón. Si bien se denunció profusamente algunas persecuciones y detenciones durante el gobierno peronista (1946-1955), con frecuencia desde tribunas que proveyeron argumentos a los golpistas, esta actitud represiva comienza a tomar el carácter de política de Estado a partir del golpe militar antiperonista. Adquiere contornos trágicos con los fusilamientos en la localidad de José León Suárez -verdaderos crímenes fuera de toda ley-, perpetrados por el gobierno del general Pedro Eugenio Aramburu y del almirante Isaac Rojas (ambos, desdichadamente, provenientes de familias santiagueñas). Estas semillas institucionales de la violencia estatal descontrolada, tienen sus inmediatas germinaciones en el Plan Conintes (militarización de la actividad represiva descargada sobre las movilizaciones obreras) impuesto por las Fuerzas Armadas al presidente Frondizi, y el manejo que comienza a dársele a las actividades antiguerrilleras durante el gobierno semidemocrático del presidente Illia.
Pero volvamos al golpe del 66. Las FF.AA., con Onganía a la cabeza, manifestaban ser "la reserva moral" de la Nación y una vez en el poder declaran que "se producirán grandes y profundos cambios en la estructura económica, social y política argentina". (2)
Es importante recordar que para ésta época el peronismo estaba proscrito, con lo cual una gran franja de la sociedad se hallaba excluida de la escena política. El gobierno de Illia, elegido con los votos radicales, no representaba sino a un sector minoritario de la sociedad, ya que en las elecciones que le dieran origen fue prohibida completamente la participación de partidos que llevasen la representación peronista. En este sentido, se parecería a los anteriores y posteriores gobiernos que se sucedieron entre 1955 y 1973, fueran estos civiles o militares, ninguno de los cuales sería capaz de rehacer la unidad nacional, como tampoco de establecer nuevas normas que la sociedad en su conjunto legitimase o acepte.
A nivel internacional se vivían hechos determinantes como la guerra de Vietnam, la invasión rusa a Checoslovaquia, el asentamiento musical que Los Beatles iban imprimiendo con sus pelos largos a la juventud, el movimiento Hippie, la guerra fría, la instalación del muro de Berlín y el uso de la minifalda que rompió con el acartonado sistema que regía hasta aquél momento.
Los verdaderos cambios que trajo la Revolución Argentina se manifestaron principalmente en ajustes represivos: Prohibición de toda forma de acción con fines políticos; clausura de locales comunistas deteniendo a numerosos militantes; designación de nuevos miembros de la Suprema Corte de Justicia, seleccionados entre los conservadores y derechistas más recalcitrantes; liquidación de la autonomía universitaria; disolución del Congreso; intervención de provincias... (3). La Doctrina de la Seguridad Nacional a la cual se hace referencia al comienzo, consideró el papel de las FF.AA. no como instrumento para la defensa de nuestras fronteras y de la soberanía territorial, sino en función del antagonismo Este-Oeste: "las fronteras serán entonces ideológicas, el enemigo será el comunismo y habrá que buscarlo y combatirlo dentro del mismo país. Cualquier pensador progresista, todo militante popular, todo movimiento en defensa de legítimos derechos pasará a considerarse sospechoso, peligroso y vehículo de la infiltración marxista. La característica de ésta doctrina es la independencia de las FF.AA. de los poderes constitucionales y el autodesignado rol de fiscal, juez y verdugo de cualquier gobierno elegido por la ciudadanía." (4).

El mundo en los 60 y 70

Cuando Juan Carlos Onganía asumió de facto el poder político en la Argentina, estaban en pleno desarrollo las tendencias conducentes a la prolongada movilización popular que comenzó a recorrer el mundo entre fines de los 60 y comienzos de los 70. La Guerra Fría daba paso a la distensión; la Unión Soviética, tras 40 años de stalinismo, había roto su aislamiento y fortalecía sus vínculos con el Movimiento de Países No Alineados; China era admitida en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y los Estados Unidos eran los garantes indiscutidos del capitalismo mundial, prestos a intervenir militarmente en cualquier lugar del planeta.
El Occidente desarrollado disfrutaba las formas del Estado Social (o Estado Benefactor) con que había respondido a la influencia de la Revolución Rusa y al fantasma del socialismo, que recorrió Europa hasta la Segunda Guerra Mundial. Italia, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y del norte europeo habían dejado atrás el tremendo dolor social de la acumulación capitalista de antes y después de la guerra. En los EE.UU., aunque ya declinaban los efectos de la "década de oro" de los 50, aún se vivía bajo la sensación del progreso infinito, el sueño del american way of life que el Apolo en la luna había renovado.
El keynesianismo, que trajo la planificación normativa del desarrollo económico, la intervención activa del Estado en la relación entre el capital y el trabajo y la redistribución del salario social, era la fórmula que parecía alejar no sólo al comunismo sino también a la amenaza que latía en las entrañas mismas del sistema: las crisis cíclicas del capitalismo, la última de las cuales, el crack de 1930, había dejado una profunda huella en el mundo desarrollado.
Sin embargo, ya a mediados de los 60 el modelo basado en la planificación económica, el Estado Social y la producción "fordista" comenzaba a ser cuestionado por los poderes económicos. El descenso en la productividad -que entrará francamente en picada en los 70- preocupaba ya a Europa y a los EE.UU. Pero la fuerza de los sindicatos y, sobre todo, la politización de la economía, constituían una poderosa oposición. Al fin y al cabo, el Estado Social había integrado la lucha de clases a su propio seno y era un campo donde ésta se libraba.
Las políticas keynesianas, basadas en el crecimiento del mercado interno, habían dado a luz un actor social paradigmático: el obrero "fordista", al mismo tiempo productor y consumidor de lo que producía. Charles Chaplin lo retrató genialmente en "Tiempos Modernos", caricaturizando los efectos de la línea de montaje y la producción continua en el trabajador. Es el obrero masa, compañero del otro actor social típico de los 60: el estudiante universitario, que había dejado de pertenecer a una elite y cuyo número había crecido enormemente con la extensión de la escolaridad gratuita y el explosivo aumento de la matrícula: la famosa "inflación de títulos" -son los diplomas quemados por los estudiantes en las barricadas de París- que describió Rossana Rosanda al referirse al contexto del mayo francés y del otoño caliente italiano.
Ambos, el obrero común y el estudiante masa, serán los actores centrales del movimiento social de fines de los 60 y principios de los 70. Serán, también, los protagonistas del Cordobazo, hijos, al fin y al cabo, del mismo modelo de acumulación capitalista que, junto con las transnacionales de la industria, se había derramado hacia los países dependientes.
A ellos se agregaba otro sector, el de los intelectuales críticos, constructores del discurso contestatario. En una época en que los gestos tenían una enorme fuerza moral, Jean Paul Sartre había rechazado el Premio Nobel de Literatura en 1964. En Francia, Michel Foucault ya denunciaba la presencia de los mecanismos del poder en el interior de las instituciones. En el santuario de La Sorbona, dos historiadores de enorme prestigio, el gaullista Fernand Braudel y el marxista
Pierre Vilar, coincidían en el repudio a la política colonialista de Francia y, en los EE.UU., Harvard y Berkeley encabezaban la resistencia a la intervención de su país en Vietnam.
En el campo del marxismo, el rescate de los teóricos de la Escuela de Frankfurth y de Antonio Gramsci, que había renovado la teoría marxista del Estado, replantearon un debate obturado por el dogmatismo.
En las afueras del Estado Social, la crisis de dominación -que abarcaba tanto al mundo capitalista como al socialista- impregnaba la década y, desde la periferia, los movimientos de autodeterminación cuestionaban tenazmente el reparto del mundo que habían sellado Yalta y Bretton Woods al final de la Segunda Guerra. En tres hechos de significación diversa, la Unión Soviética había enviado los tanques del Pacto de Varsovia a Budapest en 1956; doce años después, esos tanques acabaron con la primavera de Praga y, en China, Mao Tse Tung había lanzado los guardias rojos contra la vieja burocracia del partido y el Estado durante la llamada Revolución Cultural.
En los EE.UU, la rebelión negra de Malcom X, Stokely Carmichael y el pacifista Martin Luther King convulsionaban el corazón del Imperio, mientras el contestatario movimiento hippie se burlaba de los iconos más reverenciados del american way of life.
Entretanto, al largo saqueo colonialista, que en muchos países de Africa, Asia y América latina había dejado sólo la tierra yerma, se agregaban nuevas formas de dominación mientras continuaba el intervencionismo de las grandes potencias.
El imperialismo optaba en algunos casos por la ocupación militar y política directa o el sostenimiento de gobiernos nativos títeres -civiles o militares- o, como en el caso argentino, de la imposición de un modelo económico dependiente a través de las clases dominantes locales. La violencia económica y el terror militar laceraban a los pueblos del Tercer Mundo.
Desde la década anterior, los movimientos de liberación nacional en las colonias y semicolonias de Asia y Africa avanzaban con suerte dispar. Tampoco América Latina tenía tregua. En Cuba -cuya revolución era una espina clavada en el flanco sur de los Estados Unidos-, Angola, Mozambique, el Congo, Puerto Rico, El Salvador, la lucha se libraba con distintos contenidos ideológicos pero con una sola demanda: la autodeterminación económica y política.
El Che Guevara, Fidel Castro, el congoleño Patrice Lumumba, el brasileño Carlos Marighela, el uruguayo Raúl Sendic, el colombiano Camilo Torres, los puertorriqueños Lolita Lebrón y Rafael Cancel Miranda, el mexicano Lucio Cabañas, el venezolano Douglas Bravo, el guatemalteco Yon Sosa, eran los continuadores de la larga gesta de Emiliano Zapata, Juan Antonio Mella, Augusto César Sandino, Farabundo Martí, Pedro Albizu Campos, entre otros patriotas y revolucionarios del sur del Río Bravo.
La insurgencia de América latina, mil veces ahogada y otras tantas renacida, cuestionaba la hegemonía estadounidense y amplificaba la denuncia antiimperialista. Ya en 1961, John Kennedy había lanzado la Alianza para el Progreso, destinada a atenuar los conflictos y asegurar la "gobernabilidad" en el subcontinente. Más de un centenar de intervenciones militares de los EE.UU. en América latina, desde principios de siglo en adelante, habían sido acogidas en silencio por las otras potencias. Sin embargo, cuando 15.000 marines desembarcaron en Santo Domingo en 1965 para imponer un gobierno títere de Washington, se levantó en toda América un clamor de indignación. Pero fue su intervención en Vietnam, verdadero escándalo moral, lo que desató un vasto movimiento social y político que, desde los propios EE.UU., desnudó ante el mundo la iniquidad de esa intervención.
El napalm, los bombardeos masivos, el tormento y el asesinato, el terror, en fin, se volvían progresivamente en contra de sus ejecutores. En la conciencia de los pueblos civilizados, la modernidad tornaba insoportable el horror de Argelia, Vietnam, el Congo. En el marco de la Guerra Fría, el fantasma de la revolución parecía provenir menos del proletariado de los países industrializados que del sur del planeta, la tierra de los postergados, allí donde se encontraron -de manera no siempre armónica- el socialismo y el nacionalismo revolucionario o populista. También el cristianismo, que recuperaba la milenaria opción por los pobres, concurrió a ese encuentro de la cuestión nacional con la cuestión social.

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