domingo, 11 de agosto de 2013

LA MILICADA NO GANO Y SIGUE PERDIENDO HASTA CON MILANI

LA HISTORIA DE VICTORIA MONTENEGRO, CANDIDATA A DIPUTADA POR EL FRENTE PARA LA VICTORIA

La resistencia de Victoria

Hija de los desaparecidos Hilda Torres y Roque Montenegro, durante años se resistió a recuperar su identidad. Cuenta el proceso que todavía no termina –que tal vez no terminará nunca– y que la llevó a comprometerse con la militancia.
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 Por Marta Dillon
Hay una pregunta que la enerva; por tilinga, por simplista, porque cuando se la hacen siente del otro lado la pretensión de allanar un camino por el que ella todavía escala y escarba. “¿Cuándo hiciste el clic?”, escucha y emerge como un géiser ese carácter explosivo que está segura heredó de su mamá, Hilda Ramona Torres, de la que sabe tan poco, de la que tiene apenas unos cuantos relatos y una foto en la que se puede rastrear el mismo corte de cara de esta morocha locuaz y bien plantada que hace apenas un lustro aprendió a decir su nombre: Victoria Montenegro. No tiene por qué entenderlo, pero hay cierta lógica en quienes buscan un momento revelador, un hecho que irrumpa como una fractura entre esa joven avergonzada por “ser hija de la subversión” y este cuadro político que ahora, quinta candidata a diputada nacional por el Frente para la Victoria, funda su compromiso en “estar a la altura de mis viejos”. Pero no hay clic, no hay una única revelación ni un momento de fractura; hay, en todo caso, una persistencia en reconciliar sus partes, una lenta digestión de la verdad: la de haber estado apropiada, cautiva, debiéndole la vida a otro, pagando por eso con su propia autonomía, su discernimiento, su lealtad ciega. Y hay, también, algunas imágenes
ineludibles. Como esa que la asaltó una noche en el Hospital Militar, en un pasillo que conocía demasiado bien porque entre militares creció y se formó. Eran los últimos días de 2011 y ella acompañaba la agonía de María del Carmen Eduartes, la mujer que junto con el teniente coronel Herman Tezlaff la tomaron como botín de guerra, como objeto de un experimento que creían la última y más refinada batalla en el plan de exterminio de “la subversión”: secuestrar a sus hijos e hijas, criarlos con sus reglas, convertirlos en enemigos de sus verdaderos padres. “Había ido a buscar hielo para bajarle la fiebre, yo ya había sido candidata del FpV y mi cara se había visto por la tele. Me crucé con un hombre que me miró con odio y le sostuve la mirada hasta que la bajó, le devolví la vergüenza que yo había sentido otras veces. Cuando el tipo se fue me vi reflejada dos veces en una puerta de vidrio. Ahí estábamos las dos, la que había sido, María Sol Tezlaff, y la que soy, Victoria Montenegro. Las dos cuidando a Mari. Le ponía el hielo en la frente y pensaba, ‘acá estoy, acompañándote, calmándote; mi madre no tuvo nada de esto’. Se murió en mis brazos. Por la enfermedad que tenía perdía mucho líquido, por los ojos, por la nariz, por la boca. Yo la sostenía y no podía dejar de asociar esa imagen con el ahogo de mi padre hundiéndose en el Río de la Plata después de caer de un vuelo de la muerte”. Victoria lloró a Mari, a ella que le cuesta tanto llorar, las lágrimas la asaltaron como una creciente. De algo más que de ese cuerpo se estaba desprendiendo entonces, justo cuando acaba de encontrarse con otro, el de su padre, Roque Orlando Montenegro, identificado por el Equipo Argentino de Antropología forense en una tumba anónima en el cementerio de Colonia, Uruguay. Un cuerpo que mereció de la hija una sepultura construida con sus propias manos, hecha con piedras del río salteño en donde su papá se había bañado de chico. Un trabajo tan doloroso como feliz porque en esa lápida grabada sobre algarrobo se inscribía por fin su propia genealogía, esa con la que todavía se está encontrando.
Victoria Montenegro, como Juan Cabandié –primer candidato a diputado nacional en la misma lista que Victoria–, como Horacio Pietragalla –diputado nacional–, son emergentes de la derrota de ese experimento de apropiación que Herman Tezlaff reivindicaba como la última batalla. Son parte de una generación que llegó a la política ya avanzado el tercer milenio. “Por eso nuestro compromiso es distinto, es nuevo. Yo escucho cuando me dicen que la política siempre fue así o asá. Pero ahora no es siempre, ahora es hoy y este hoy es único”, dice Victoria y se jacta de que en la agrupación donde milita –Kolina– hay muchos otros jóvenes que recuperaron su identidad. “Y no cualquier nieto, somos el ala dura de los nietos, a los que más nos costó recuperar nuestra identidad. Conmigo militan Gonzalo Reggiardo Tolosa –uno de los mellizos apropiados por el represor Samuel Miara, los mismos a los que Mariano Grondona expuso en su programa cuando eran niños para que digan cuánto deseaban permanecer con sus captores–, Ezequiel Rochinstein Tauro, que se hizo abogado para defender a su apropiador, Pablo Gaona Miranda y Fernando Sandoval. Ellos han ido viniendo solos; no sé, debe ser el color verde –que identifica a Kolina– que nos retrotrae a nuestra infancia”, dice Victoria y deja que el humor la salve tanto como la salvan y la curan esos vínculos con quienes vivieron experiencias similares, esos pares sin los que ahora le sería imposible imaginar la vida. Todas personas liberadas de un sometimiento que no les permitía pensarse. Será por eso que de su militancia política, Victoria rescata como una gema “la transformación desde el respeto. Yo, cuando estaba apropiada, iba a un colegio de monjas y hacíamos colectas para caridad. Ahora no soporto la victimización del pobre, si para algo quiero trabajar es para que cada uno se reconozca como sujeto valioso, con derechos, con oportunidades, con autonomía”.

La resistencia

De su infancia, Victoria recuerda ir acostada en el asiento de atrás del inmenso auto blanco de Herman Tezlaff, un auto tan grande como el teniente coronel, un tipo de dos metros y 150 kilos al que ella miraba como si fuera un bronce. Los árboles del cuartel de Villa Martelli eran su paisaje preferido cuando veía la mañana boca arriba. Recuerda el cuento del buen soldado que había librado una guerra para proteger los valores nacionales en contra de la subversión extranjerizante y destructora de la familia. Recuerda también su propio entrenamiento. “El primer libro que leí se llamaba El próximo será usted y era un manual de consejos para defenderse de ataques subversivos.” Había de todo ahí, desde la recomendación de correr las cortinas cuando se estaba en casa hasta la de tener las armas limpias y cargadas. “Herman –Germán, pronuncia ella para referirse al apropiador fallecido en 2003– llevaba un maletín con cinco fierros, todos ordenados y listos para disparar. Cuando viajaba con él en el asiento de adelante yo llevaba el maletín sobre las piernas y no hacía falta que él me dijera nada, yo vivía tan aterrada de que le pasara algo que notaba cuando él miraba con desconfianza alguna esquina. Entonces, me agachaba para dejar la ventanilla libre y le abría el maletín para que el pudiera tomar las armas y disparar más rápido.” Nada de eso le llamaba la atención, la patria que le describía su apropiador era la suya y soñaba con ser militar ella también. De no ser por las pesadillas que sufría, por ciertos ataques de nervios que terminaban metiéndola bajo la ducha de agua fría o gracias a los golpes de la apropiadora –golpizas a látigo que terminaban con un helado como premio– nada la distinguía de esa familia forzada. Esas pesadillas terminaron recién en 2011, cuando pudo declarar en el juicio por el plan sistemático de apropiación de niños durante la dictadura militar y dijo por primera vez, en público y para que quede escrito, su verdadero nombre. En ese juicio ella acusó al ex fiscal Romero Victorica de haber entregado información a Tezlaff sobre el avance de la causa por la apropiación de Victoria y de haber puesto un grupo de abogados para eximirlo de la primera detención del represor, en 1992, que apenas duró tres meses. “En aquel momento yo entraba en la adolescencia, ya no tenía tan buena relación con Herman, pero que lo encarcelaran y la posibilidad de que me llevaran con una familia subversiva, como él me había dicho, me hizo acercarme mucho más. Tenía que demostrar que iba a estar a la altura de eso para lo que siempre me habían preparado. Resistir a la subversión. Porque yo creía que había habido una guerra con algunos muertos, que los desaparecidos estaban en Europa o en Cuba y que la guerra seguía ahora con comandos ideológicos como las Abuelas, que estaban preparadas para destruir a la familia argentina. Y de hecho me puse a la cabeza de esa lucha, fui a ver a cada juez, argumenté, no me preguntes qué, para que no me sacaran sangre. No pude evitar una primera extracción, en 1993, que dio como resultado que yo no era hija de Herman y Mari. En ese momento me quería cortar las venas, literalmente, no quería esa sangre adentro mío.” Victoria tenía 16, ya se había casado y había parido al más grande de sus tres hijos, Gonzalo. Después de la primera detención de Tezlaff y con la comprobación de que no era su hija biológica, en lo único que podía pensar Victoria era en que ese hombre al que ella llamaba papá no la iba a querer más. Porque era el enemigo, porque había llorado y demostrado debilidad –llorar, comerse las uñas y fumar eran debilidades inaceptables para el apropiador–, porque por su culpa lo habían encarcelado. Ahora sabe por qué “lloré la vida” cuando vio Enredados, la película de Disney en la que una princesa de pelo mágico sólo quiere hacer lo posible para que la bruja que la secuestró la visite en su encierro y le demuestre un poco de cariño. “Toda esa parte en la que ella se libera y siente culpa por traicionar a la que creía su madre hablaba de mí. Pero más lloré cuando Rapunzel –la princesa– se encuentra con sus padres. Porque esa parte a mí me faltó.”
A María Sol –Victoria todavía no había aparecido– le habían enseñado la lealtad y eso fue lo que puso en práctica. No permitió que le volvieran a sacar sangre para determinar su origen biológico, logró a fuerza de insistencia mejorar las condiciones de detención de su apropiador cuando no pudo evitar la pena de prisión, supo acallar su primer ramalazo de conciencia cuando entendió que librándose de la extracción compulsiva no iba a saber nunca la verdad. Resistió a sus propias dudas, resistió que su apropiador le dijera que él mismo había matado a sus padres biológicos en un enfrentamiento y le entregara el arma que había usado como un homenaje, porque esa arma, se suponía, era la que había servido para salvarle la vida. Aplicó la lealtad aprendida para tragar ese argumento y sentirse más en deuda todavía. Ahora, cuando se le pregunta qué es lo que queda en ella de esa formación “castrense”, ella reconoce algo: la capacidad de resistir. Y pone una anécdota como prueba: “Para mí siempre fue un alivio pensar que a mis padres biológicos los habían matado en un enfrentamiento. Me parecía lógico, dos partes en pugna y yo en el medio. Recién en 2011, cuando apareció el cuerpo de mi papá, Toti Montenegro, me di cuenta del tamaño de la mentira. Había estado tres meses secuestrado, en la partida de defunción dice que había sufrido muchas torturas, sobre todo en sus genitales. Eso fue insoportable, ya no se trataba de entender el error sino el horror. Y cuando viajé a Salta para contarle la noticia a mi familia paterna y el avión sobrevoló el Río de la Plata tuve un ataque de pánico. No podía soportar el ruido de las turbinas, ver el agua abajo, pensar qué pasa con el alma de una persona cuando se la tira desde el cielo. Y ahí apareció María Sol, con su capacidad de resistencia para decirme ‘no te queda otra, son dos horas, sentate, respirá y aguantá’. Me tranquilicé. No me quedaba otra, resistí”.

La pared

“Aparecí en 2000, sí, aparecí, porque no recuperé mi identidad entonces y no sé si alguna vez la voy a recuperar del todo”, dice Victoria. A su lado está Gustavo, su marido, su pareja desde los 15 años aunque ahora entre los dos discutan si tenía 15 o 16, ya que su fecha de nacimiento estaba cambiada. El lento proceso de recuperar su identidad, de dar vuelta el relato de su historia lo hizo junto a él y junto a sus tres hijos, Gonzalo, Sebastián y Santiago, de 21, 19 y 14. “Es difícil porque los chicos te obligan a estar bien y no te podés dedicar a vos.” Ella tiene su método para los momentos de crisis: cambiar todo. Eso es lo que le propuso la vida y es lo que pone en acto como si no advirtiera la metáfora. “Cuando me siento muy mal me pongo a rasquetear paredes y cambio la pintura de toda la casa. O rompo todas las macetas que tengo y trasplanto todo.” Esa familia que ahora es una familia militante, que se enorgullece de la mamá candidata, que aprendieron a decir su nuevo nombre junto con ella, es la que fue abriéndole el camino para la lenta reparación de su historia. Si no hubiera sido por ellos, no sabe cuánto más le hubiera costado. Fue su marido el que la animó a encontrarse con su familia biológica después de un breve primer encuentro obligado por causa judicial. “Me acuerdo que cuando cayeron las Torres Gemelas mirábamos la televisión y yo le decía, mirá qué frágil es la vida, por qué no pensás en tus abuelos, en tus tíos, hoy están pero mañana capaz que no”, cuenta Gustavo que fue por su cuenta a pedir a la sede de Abuelas de Plaza de Mayo ayuda para viajar a Salta, al casamiento de uno de los primos de Victoria. Consiguieron los pasajes, la familia la convenció de viajar, aunque sólo por tres días. Se terminaron quedando 40, era el fin de diciembre de 2001 y el primer mes de 2002. “Para mí todo había sido siempre muy cerrado, mis apropiadores, mi hermana, mi marido y mis hijos. Hasta ese momento tenía unas pocas amigas a las que les decía que era hija de la subversión para que no dejaran de quererme. Y nada más. Y en Salta –de donde son su papá y su mamá– se encontró con una familia de 40 personas que había festejado sus cumpleaños en ausencia, que la abrazaban, que no tenían vergüenza de llorar. “Sin embargo estábamos sentados a una mesa y Gusti me decía, mirá, esta mesa la hizo tu papá y yo me echaba para atrás y sólo quería que se calle. Es que podía pensar en que tenía unos tíos nuevos, pero en el medio no había nada. Para mí la subversión era como una pared, no había cuerpos del otro lado, no había nada.” Todavía no había muerto Tezlaff y ella sobre todo estaba destinada a protegerlo, a cuidarle las heridas de la diabetes, a mentir que era enfermera profesional porque él se lo había pedido para que nadie más que ella viera las plantas de sus pies diábeticos por la que se veían moverse los huesos. Si del otro lado de la pared no había cuerpos, hay cierta lógica en el arribo a la militancia de Victoria Montenegro cuando el cuerpo de su papá le fue entregado, cuando se comportó, según ella, por primera vez como hija, conteniendo a la familia, llevando a su padre a su último y acogedor destino en su tierra, entre los suyos.
“En estos años tuve que ir desarmando todo ese discurso del buen soldado que había armado para mis hijos. Para ellos no fue fácil porque Tezlaff era su abuelo, yo los llevaba a las visitas en el penal militar de Campo de Mayo, yo les había transmitido mi cariño por él. Nunca les conté, por ejemplo, cómo había agarrado a Gustavo del cuello la primera vez que lo vio conmigo, en un solo movimiento lo puso contra la pared y lo asfixiaba hasta dejarlo morado, lo dejaba respirar y lo volvía a asfixiar sin que se le moviera un pelo.” Pero ese joven al que había literalmente torturado fue persistente y además tenía un padre con una esvástica tatuada en el hombro, algo que para Tezlaff fue una garantía. “Herman investigaba todo, espiaba todo. Tenía unos binoculares con los que me veía llegar desde tres cuadras antes. Un día cambié el recorrido y recibí una cachetada que me dejó tiesa. Pero esa violencia estaba naturalizada. Y después los binoculares los usaba yo para ver a Gustavo de lejos, cuando ya sabía que iba a ser el padre de mis hijos.” Fue el más chico el primero que pudo decir “el abuelo era un hijo de puta” cuando leyó en Internet que era el mismo que había matado a sus abuelos biológicos. “Y el del medio asoció mucho más rápido que yo, cuando encontraron a mi papá en un cementerio de Colonia que entonces había sido víctima de los vuelos de la muerte.”
Gustavo todavía “practica” llamar a su esposa como Victoria, y lo consigue en el ámbito de la militancia. “Pero entre nosotros es Chicho, un sobrenombre de la infancia, y los chicos zafan, porque le dicen ‘mamá’ y listo.” Victoria dice que se enojó una vez con la psicóloga del menor que le exigía que resolviera la contradicción de su nombre, que el niño decía que se llamaba tanto Victoria como María Sol o Hilda –el primer nombre que le puso su mamá–. “No te fascines con mi historia, no me pidas que resuelva eso, preguntale a Santi cómo lo resuelve y concentrate en él”, dijo la mamá haciendo gala de ese carácter explosivo que ahora cree saber de dónde viene. Y Santi lo resolvió tal como describe su padre, mamá es mamá, con su historia partida, con su búsqueda permanente.

La reparación

Hace cinco años la vida de Victoria Montenegro empezó a cambiar del todo. Ya no podía con ella misma, no toleraba más el encierro y decidió empezar a trabajar. “Es que por mi formación yo creía que el lugar de la mujer era adentro de la casa. Así me habían enseñado. Conseguí un trabajo en el Ministerio de Desarrollo Social. Y para mí fue impactante. Tenía como compañera a Norma Fisher, una mujer rubia y de ojos celestes, como mi mamá, totalmente comprometida con su trabajo, activa. Era la primera vez que veía en acción a una mujer distinta al perfil de mujeres que conocía: mujeres que estaban en su casa o a lo sumo hacían obras de caridad.” Como si cambiara el color de las paredes de su casa, toda su actitud comenzó a cambiar. Su voz se hizo más firme, su discurso se afianzó, empezó a ampliar el universo cerrado de sus pocas relaciones. Faltaban todavía tres años para que se animara a la militancia, una tarea tan nueva como la certeza de que siempre va a convivir con esa imagen duplicada que vio en las puertas de vidrio de un pasillo de hospital. Aunque lentamente María Sol vaya cediendo espacio, aunque ahora entienda que no le debe su vida a nadie más que a quienes proyectaron su nacimiento como una manera de afianzarse a la vida. “Siempre me preguntan, sobre todo los periodistas extranjeros, qué recuerdos lindos tengo de mi infancia. Y ya no tengo ninguno. No puedo recordar ninguno más que anécdotas vacías. Lo único que agradezco de mi infancia es haberme criado con Horacito –Horacio Pietragalla–, Tezlaff lo entregó a la señora que trabajaba en nuestra casa, la mujer que me cuidaba a mí. Y ese vínculo es invalorable. No me imagino la vida sin él como tampoco me imagino la vida sin ser Victoria.” Aquella pared de la que hablaba antes, esa que encerraba todo lo que había en su imaginario detrás de la palabra subversión, empezó a desmontarse. No sólo porque sabe que con las mismas letras de pared se escribe la palabra padre. También porque en un momento entendió que podía ser libre desde que dejó de sostener a Tezlaff como su padre, desde que se liberó de ese ahogo y se acabaron las pesadillas. Desde que dejó de ser María Sol para ser Victoria. Desde que dejó de ser una víctima para convertirse en una militante.
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