sábado, 13 de agosto de 2016

ISRAEL SALVA LA ROPA

Putin vs. Erdogan: ¿adivine quién terminó ganando?

PANORAMA INTERNACIONAL
La cumbre de los presidentes de Rusia y Turquía en San Petersburgo redefine áreas de influencia y anticipa la noción de una posguerra en Siria. Pero, centralmente, reúne a dos rivales, uno de ellos un socio estratégico de Occidente que deja de serlo.  

Aunque nunca haya dejado de ser probable, la reconciliación esta semana de los autócratas del Kremlin y de Turquía, Recep Tayyip Erdogan y Vladimir Putin, debería ser considerada como uno de los pasos geopolíticos con mayor proyección de esta etapa. Al estilo de las muñecas rusas que una contiene a la otra, se enfila un nutrido puñado de razones, cada una más profunda, para sostener este reencuentro entre dos países y dos líderes que hasta hace poco llegaron a amenazarse con la guerra.
Están ahí cuestiones económicas y de intercambio comercial cruciales por la dimensión que se maneja, en torno a los cien mil millones de dólares en poco más de un lustro; de energía, convencional o nuclear; y de infraestructura como el proyecto Turkish Stream, que llevaría el gas ruso a través del mar Negro vía Turquía hacia el sur de Europa.


En la trastienda de estos puentes, sin embargo, el elemento de mayor gravitación es que estos pasos son, posiblemente ya constitutivos de la posguerra siria. Es decir, trabajan sobre el escenario que se descuenta que será cuando un nuevo status quo controle ese frente. Este es un dato importante, además, para esa mayoría morosa que supone que la realidad se reduce a lo que existe en la media baldosa en la cual apoyan los pies.
Parte de ese arenero incluye el drama de los refugiados, que presiona en Europa y ya es una cuestión que amanece en Latinoamérica. Si se sutura la herida, ese tema será uno de los tantos que devendrá abstracto. También, influirá y hasta recortará la amenaza terrorista que viene marcando al mundo de modo sangriento.
Erdogan llegó esta semana al palacio Constantine en San Petersburgo a abrazarse con Putin en un esfuerzo para romper el aislamiento cada vez más pronunciado que atrapó a su país. Pagó costos severos para ello, incluyendo un pedido de disculpas al dueño de casa por el derribo premeditado de un jet militar ruso en noviembre pasado sobre territorio sirio.
Ankara primero negó la existencia de esas excusas y luego intentó maquillar el gesto embarazoso pero que el mandamás ruso claramente disfrutó: “Los elogios de Erdogan a su apreciado amigo Vladimir no fueron replicados por Putin”, resumió una excelente crónica de aquel encuentro de la alemana DPA.
Se debe entender que este acercamiento no es una consecuencia del intento golpista del 15 de julio en Turquía. Así como el aislamiento señalado no surge de la arrasadora represión de cualquier disidencia que emprendió Erdogan escandalizando al mundo. Este abrazo era una estrategia elaborada previamente.
No son pocos los analistas que entienden que la insurrección que sacudió unas horas a Turquía, fue motivada precisamente por el repudio a una reconciliación con un país al cual parte de las fuerzas armadas nacionales intuyen como adversario y hasta enemigo. Pero Erdogan está obligado a ir por encima de esos duelos. Busca reparar una estrategia de política exterior que sólo ha exhibido fallidos. De modo especial, esta excursión a Rusia nace de la urgencia de lo que se viene, de aquella posguerra en la cual pretende incidir al menos antes de que acabe de configurarse.


La mutación es realmente extraordinaria. Turquía ha estado tradicionalmente contra el régimen de Damasco dentro de la línea dominante en círculos de poder occidentales que buscaban imponer un cambio radical de gobierno en ese país. Se pretendía así recortar la influencia de Irán, la nación dominante sobre Siria. Y se lo hizo incluso con el uso de herramientas como la banda terrorista ISIS, a la que se dejó crecer hasta niveles altamente peligrosos de autonomía. Todo ha sido un fracaso. 
El ambicioso Putin fue por el camino opuesto y lanzó una ofensiva militar en Siria que fortaleció al gobierno de Bashar Al Assad y a Teherán y consolidó su objetivo central de amplificar la influencia moscovita en la región y aún más allá de esos escenarios. El viernes el canciller iraní se reunió en Ankara con su colega turco. Fue apenas unos días despues de la cumbre que el propio Putin sostuvo en Baku, la capital de Azerbaiján, un aliado carnal de Turquía, y con el presidente de Irán Hassan Rohani. Apenas 24 horas después, el jefe del Kremlin recibía en Moscú al mandatario armenio Serge Sarkisian, país aliado de Teherán y Moscú, pero enemigo acérrimo del régimen autocrático azerí. Para que se entienda este tejido: cada uno de esos países le debe algo, antes o ahora, al Kremlin.   
  El actual giro asiático de Turquía tras el golpe le agregó a Moscú otra baza notable en ese camino. Se lleva, en condiciones de virtual rendición, a uno de los integrantes destacados de la OTAN, y licúa en el mismo instante cualquier amenaza que pudiera haber existido desde esa potencia a sus aliados iraníes y sirios. El propio Erdogan describió la escena como si siempre hubiera sido así. “Pienso que nosotros, Rusia y Turquía, deberíamos resolver juntos este asunto de Siria”, declaró a la televisión rusa. Y remató para que no le queden dudas a quienes en las capitales occidentales intentan digerir el asombro: “es un renacimiento ... creo que tenemos una posibilidad de reconsiderarlo todo”.
Reconsiderar todo se traduce en que será Moscú quien defina el mapa, a los sujetos que dirijan y, en fin, a escribir la historia con la anuencia de Turquía, aliado estratégico de Washington. La raíz previa de esto son las negociaciones, aun desconocidas en sus detalles, entre EE.UU. y Rusia respecto al destino de Siria. Esos diálogos dejaron afuera a Turquía pero también a otro jugador central, Arabia Saudita. El canciller alemán Frank-Walter Steinmeier buscó recientemente reparar esa falla al reconocer al diario alemán Bild que no puede haber una solución a la guerra civil en Siria sin la participación de Riad, pero tampoco, dijo, “sin Irán, Rusia o Turquía”.


Esta evolución no era lo que planeaba este lado del mundo. Por eso la visión de una posguerra en estos términos remueve el nido de los halcones. Hay multitud de “papers” que sugieren que cualquiera sea el próximo gobierno de EE.UU., deberá “considerar al Golfo Pérsico una región de interés vital para la seguridad de Washington” y -agrega un documento del influyente Center for a New American Security- adoptar una estrategia integral, militar, económica y diplomática “para debilitar y vencer las ambiciones hegemónicas de Irán en el Gran Oriente Próximo”. Esa estrategia es la que anticipa el regreso del intolerante Mahmud Ahmadinejad al poder en Teherán en 2017, barriendo con los moderados que pactaron el histórico deshielo con EE.UU. ¿Quién gana con eso?


La lucha contra el ISIS, que ha recrudecido anticipando la posible pérdida por parte de la bande terrorista de su domino binacional, también desnuda con cuáles límites se ha estado jugando. Y muestra tanto hasta qué punto arde la guerra fría entre Teherán y Riad como el extremo en que se hace todo lo posible para que no se apague. “La destrucción del ISIS es un error estratégico”, postula sin medias tintas el politólogo israelí Efraim Inbar, director del Centro Begin-Sadat de Estudios Estratégicos. Y añade: EE.UU. “debería ser capaz de reconocer la utilidad del ISIS para socavar las ambiciones de Irán”. Quizá la buena noticia sea que eso hoy ya parece demasiado. Sólo quizá...
Copyright Clarín, 2016. 

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