viernes, 1 de abril de 2016

Son Servicios


por Lucas Debandi / lucas.deb@hotmail.com
El comando León del Ejército Rebelde Nacional se dispuso a someter a juicio patriótico a Nicolás Palumbo por alta traición al Continente Latinoamericano. En ese banquillo de acusados (representado por un tronco cortado de forma perpendicular) habían sido condenados, para luego ser ejecutados, muchos líderes militares, políticos y empresarios; pero nunca un diputado de izquierda como aquella vez. La mayoría de los revolucionarios que se disponían al fusilamiento no lo conocían. Algunos entraban en contradicción por las coincidencias ideológicas con el susodicho, y otros estaban especialmente ensañados por la misma razón: la traición les resultaba mucho más ruin si era con consciencia de clase.
Nicolás Palumbo era argentino, el primer diputado nacional que había colocado el PAP (Partido Auténtico de los Proletarios) en toda su historia. Algunas prolijidades propias y muchos desaciertos de todo el resto de las izquierdas permitieron que este muchacho de apenas treinta y cinco años que nunca había ganado una sola elección para centro de estudiantes se irguiera como representante del pueblo. Nunca, durante su militancia juvenil, se hubiera imaginado llegar a ocupar una banca en el Congreso, ni mucho menos ser juzgado y fusilado por alta traición a manos del ERN.  Su participación política siempre había sido más bien una excentricidad adolescente, una curiosidad intensa que se permitía en la búsqueda de su personalidad, una actividad extraescolar que se fue intensificando hasta ser la única constante en una vida precaria de aventuras. Sin embargo, toda la cuestión del conocimiento público y de contar votos de a cien le venía sentando bastante bien. Hasta que un grupo de ocho guerrilleros lo sentaron en medio tronco para matarlo.
La cúpula del Ejército Rebelde Nacional se había enterado por los diarios que uno de los diputados argentinos que participarían de la gira por Centroamérica era de izquierda. Entonces se comunicaron con sus contactos en el único partido argentino con el que tenían relaciones: el PIP (Partido Internacionalista Proletario). Los habían conocido en un campamento de Formación Revolucionaria en Marxismo y Guerrilla Urbana realizado en Bolivia unos años atrás. Los hombres del ERN habían ido a formarse militarmente y los del PIP a sumar algún que otro militante en una suerte de viaje de egresados del activismo rojo universitario. Ninguno de los dos había cumplido su objetivo. Pero se habían vuelto con el saldo positivo de algunas nuevas relaciones políticas con organizaciones de otros países, que siempre daban cierto prestigio. Hasta ese momento, solamente se habían escrito para pedirse la firma en comunicados trillados y aburridos sobre apoyos a tomas de fábricas y denuncias estridentes a gobiernos de turno. Pero en esta oportunidad, por primera vez, el líder del comando León marcó el teléfono y llamó a la Argentina. Quería tener datos ciertos sobre el diputado que estaba por aterrizar en su territorio, quizás construir relaciones de más jerarquía, con suerte algún financiamiento. Pero la respuesta que escuchó no fue la que esperaba:
– Son servicios.- dijo una voz ronca del otro lado de la línea, parecía que el Bocha Rosales, responsable de la juventud del PIP recién se había levantado de una noche difícil. Manolo, líder del comando León del Ejército Rebelde Nacional, que alguna vez había dejado a su novia plantada para unirse a la guerrilla y vivir en el monte, no se bancó la informalidad de la respuesta y le exigió más detalles.
– Son servicios, – repitió el Bocha. – preguntale a cualquiera. Cualquier militante de cualquier facultad del país te lo puede decir. Son botones, le pasan datos a la policía para que armen listas negras, desde hace muchos años que en el activismo se sabe que el PAP se financia de los pesos que le pasa la cana por información. – Manolo se quedó mudo. Decidió no discutir más por teléfono con aquel muchacho con voz de truenos, pero no podía dejar pasar la visita de un traidor de semejante calaña. Consultó a sus superiores y puso en marcha el Operativo Escarmiento. El secuestro fue sencillo, el diputado no contaba con ningún tipo de seguridad. En cuestión de medio día, y antes de que nadie notara su ausencia, Nicolás Palumbo estaba siendo juzgado por un tribunal patriótico.
Foto: Maria José Branda
El pelotón de fusilamiento ya estaba en posición, apretando el metal frío de los rifles a punto de calentarse con la metralla. Pero antes de la ejecución, y como una estricta formalidad, se le leyeron al traidor sus delitos y se le permitió defenderse. Nicolás Palumbo no sabía cómo explicarles que el PIP era el archirival político del PAP, que estaban enemistados a muerte a pesar de haber ido en alianza en las últimas elecciones y que el Bocha Rosales era un estudiante crónico de sociología, borracho y resentido con él por una novia de la adolescencia. “La política argentina es muy compleja para caracterizarla” pensó, y decidió contarles la verdadera historia.
-Yo soy de Buenos Aires, pero en el 95’, o 96’, (no me acuerdo bien) a mi me manda el partido a Neuquén  a construir, porque la regional nuestra de allá se quiebra y habían armado una fracción, el Partido Revolucionario del Proletariado. Cuestión que yo me inscribí en la Facultad de Filosofía, y tratamos de armar una lista para presentarnos a elecciones de Centro de Estudiantes. Pero en Argentina los Centros de Estudiantes son organismos vaciados y burocráticos, que exigen a las agrupaciones pequeñas requisitos absurdos para poder participar de los comicios, con el objetivo de sembrar trabas y proscribir la voz de los trabajadores en la Universidad. En ese momento nos pedían la cifra nefasta de 15 libretas de adhesión. Y como no pude conseguirlas, me senté a conversar con el referente del peronismo, para pedirle que me dejara usar las libretas de alguno de sus compañeros; para poder gambetear la proscripción viste…Yo supuse que él iba a aceptar porque a pesar de pertenecer a un partido burocrático y anquilosado en el poder como es el justicialismo, compartía con nosotros al enemigo principal: los radicales que conducían el centro. Pero el tipo, pícaro, me propuso que me prestaba las libretas solamente si nosotros acordábamos no denunciarlos a ellos durante la campaña. Lo consulté con el partido y me dieron directivas de que aceptara el arreglo. En la política a veces hay que embarrarse, ustedes entenderán… La cosa entonces fue así, ellos me prestaron los nombres y yo pinté los afiches de la elección pegándole a los radicales, a la gestión de la Facultad, al gobierno provincial, al gobierno Nacional y al resto de la izquierda por su parálisis ante los atropellos escandalosos a los que nos sometían las autoridades.
El problema fue que el candidato a presidente del PIP era el Bocha Rosales. El Bocha siempre fue un borracho, pero picante  para la rosca, y ahí nomás se dio cuenta de que teníamos un acuerdo con los peronistas. Obviamente que lo salieron a denunciar por toda la Facultad, y yo no me podía quedar con las manos en los bolsillos. Así que tuve que quebrar el arreglo y sacamos mil volantes solamente dedicados a pegarle al peronismo universitario. Mirá, para serte sincero, me sentí bastante bien rompiendo el acuerdo, porque los peronistas siempre fueron burócratas y patoteros, y andar entendiéndome con ellos me ponía bastante incómodo.
Los tipos se lo tomaron a mal, y me hicieron una jugada que no me esperaba: Llamaron al Bocha, y le pasaron un dato. Uno de los nombres que nos habían prestado, era el de Aldo Consomí, un compañero que ya había dejado la carrera hacía un tiempo, pero seguía empadronado. El tema era que este tal Consomí, había conseguido trabajo como guardia en el Penal de Despeñaderos, y figuraba en la nómina policial de la provincia. Esa información le alcanzó al Bocha Rosales para montar una teoría conspirativa, en un panfleto de seis páginas, donde acusaba al PIP de trabajar para la Policía. Tan bien le salió la operación, que el texto se transformó en nota y se la publicaron en el Diario del Proletariado, que es la prensa nacional de su partido. Después de eso toda la izquierda se hizo eco del circo y nos pegaron por todos lados, hasta el día de hoy. Cada vez que nos tienen que criticar nos corren con que somos servicios… Es porque somos el único partido coherente de la izquierda, viste… Si es que esos otros partiditos se pueden llamar “de izquierda”. 
Pero volviendo a lo nuestro, te juro que la única vez que pisé una comisaría fue cuando me agarraron con porro en Purmamarca. ¡Me tenés que creer!
Manolo, y todo el comando León, quedaron confundidos. Palumbo sonaba tan poco confiable como el Bocha Rosales. Parecía más un intelectualito de café que un diputado, y mucho menos parecía capaz de llevar acuerdos con los sectores del poder. Pero sus años en la lucha armada le habían enseñado que la mejor habilidad de los inteligentes es saber pasar por tontos, así que decidió comprobar la situación antes de liberarlo.
-Dame el numero telefónico de alguien que pueda comprobar tu versión. – Le dijo, apuntándole con su pistola en la sien. – ¡Y  piensa bien lo que haces argentino bocón! Porque de esta llamada depende tu vida. 
El diputado Nicolás Palumbo se quedó en silencio muchos más segundos de lo que la tensión resistía. No tenía a ningún amigo confiable que no fuera del partido. Pero le quedaba esa única bala, y había que tomar una decisión. Optó por darle el número de Matías Araujo, un militante del Movimiento de Liberación Nacional con el que había compartido un puñado de cervezas, cuando fueran vecinos en Buenos Aires. No coincidían en la política (El MLN tenía alianzas espurias con el gobierno nacional), pero les tocaba compartir bondi y supieron pasarse largas noches de chicanas y chistes sobre los ministros de turno. No lo conocía demasiado, pero sí mucho más que a cualquier otro ser humano por fuera del partido.

Manolo, visiblemente ofuscado, marcó el teléfono. Ni él, ni Palumbo se percataron de que, con la diferencia horaria, en Argentina eran las tres de la mañana. Matías Araujo, a cuatro mil kilómetros, atendió su celular contrariado. Estaba en el departamento de un amigo, tomando cocaína de mal humor por la derrota en las elecciones de su agrupación en la Facultad de Arquitectura. A medida que Manolo le explicaba la situación, las pupilas se le dilataban todavía más, y se abstraía de las manchas de humedad de las paredes, cerraba los ojos y casi podía oler la jungla, la pólvora, escuchar a los mosquitos… No entendió, ni siquiera por un instante, que tenía que tomar una decisión crucial para la historia: salvar a Nicolás Palumbo o condenarlo. No alcanzó a analizar los factores que se ponían en juego de la política internacional, ni de su responsabilidad moral como militante, ni su rol como representante de un partido y de la izquierda argentina ante el mundo, ni las consecuencias que podría traer su decisión para la escena mundial en esta coyuntura. Antes de pensar en todo eso, miró a los ojos a su compañero en la esquina del cuartito, que conservaba intacta la expresión de resentimiento por el revés electoral. Y su cabeza cansada y apremiada por la merca lo hicieron entregarse a la bronca caliente de esas cuatro paredes. La sentía mucho más real (a esa bronca), mucho más palpable que esa historia lejana de interrogatorios y fusilamientos. Tantos años haciendo política al margen de las verdaderas luchas de su pueblo lo habían aislado de cualquier otro criterio que no fuera el del chiquitaje, el de la rivalidad microscópica con su vecino sectario que se cagaba en los acuerdos. “Trosko sorete” pensó. “Que lo maten por lumpen.
– Son servicios compadre, – Le escupió con los dientes apretados. – ese tipo trabaja para la policía, acá lo sabe todo el mundo. – Colgó el teléfono y se tomó de un trago todo el vaso de vodka tibio. Y la mente hirviendo se le fue apagando, y el sinsentido de la política, y del mundo, lo fueron anestesiando lento, hasta quedarse dormido (o muerto) con la mejilla aplastada en una baldosa.
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