El historiador británico Eric Hobsbawm la definió como la "era de las barbaries". El politólogo estadounidense Rudolph Rummel fue más preciso y habló del "siglo de los genocidios". Aunque utilizaron conceptos diferentes, ambos llegaron a una misma conclusión: el siglo XX fue uno de los más sanguinarios de todos. En sólo cien años, decenas de Estados masacraron a sus propias poblaciones y dejaron, según Rummel, 262 millones de muertos. Casi siempre reinó la impunidad.
El caso de Guatemala, con el general Efraín Ríos Montt evadiendo los juicios por sufrir una supuesta demencia, o el de Chile, donde Augusto Pinochet murió en libertad, son algunos de los más paradigmáticos en Latinoamérica. Del otro lado del Atlántico, Armenia recordó en abril el centenario del genocidio que aún hoy Turquía no reconoce. Y por las calles de París puede caminar muy tranquila Agathe Habyarimana, conocida como "Lady Genocide" y acusada de participar en los crímenes de lesa humanidad cometidos en Ruanda durante 1994.
Entre todos esos casos aparece también el del genocidio camboyano, considerado por algunos investigadores incluso más brutal que el de Adolf Hitler. En abril pasado se cumplieron 40 años desde que los Jemeres Rojos, una organización guerrillera que se autoproclamaba marxista, tomaron el poder y proclamaron el comienzo del "Año Cero". En tres años, ocho meses y 20 días, el plan de terror puesto en marcha para establecer una presunta sociedad agraria, sin clases sociales ni restos de la "peste" burguesa, provocó la muerte de aproximadamente 2 millones de personas. El horror llegó al absurdo: un hombre podía ser ejecutado sólo por hablar en inglés, usar anteojos o mostrar dolor ante la muerte de un familiar.
Su máximo líder, Pol Pot, murió impune en 1998, justo cuando la comunidad internacional comenzaba a mover los hilos para juzgarlo. Se fue "feliz y estar satisfecho con su vida", según reveló su esposa. Pero su caso no fue el único dentro de Camboya. Son Sen, Ministro de Defensa y responsable de la Santebal (la policía política del régimen), y Ta Mok, jefe del Comando Militar y apodado "El Carnicero", tuvieron el privilegio de morir sin pisar los tribunales. Apenas unos pocos jefes de los Jemeres Rojos pudieron ser juzgados. En su gran mayoría, con una edad avanzada y en procesos lo suficientemente lentos como para pasar poco tiempo en la cárcel. Ieng Thirith, ex ministra de Acción Social y cuñada de Pol Pot, falleció el pasado 22 de agosto a los 83 años. Había sido acusada recién en 2010 por "genocidio y crímenes contra la humanidad".
El juzgamiento de los genocidas sólo fue posible gracias a la formación de un Tribunal Penal mixto, integrado por funcionarios de la ONU y el gobierno camboyano. Empezó a funcionar en 2006, más de 25 años después de que el Ejército vietnamita llegara a Camboya para derrocar a los Jemeres Rojos. Su trabajo posibilitó la detención de Kang Kech Ieu, director del S-21, el centro de interrogación, torturas y ejecuciones del régimen, por donde pasaron aproximadamente 20 mil personas y apenas sobrevivieron siete. También quedó tras las rejas Nuon Chea, la figura más poderosa después de Pol Pot. Al igual que otros tres jefes del régimen, ambos fueron acusados por genocidio, crímenes contra la humanidad y de guerra, asesinato, tortura y persecución por razones religiosas y de raza contra la minoría musulmana cham, la población vietnamita y la comunidad de monjes entre 1975 y 1979.
Pero los juicios llegaron hasta ahí. A diferencia de lo que ocurrió en Argentina, cuando a partir de 2003 cientos de militares empezaron a desfilar por tribunales para explicar su accionar durante los años de plomo, la segunda línea del genocidio camboyano y los represores de bajo rango no fueron juzgados. El propio primer ministro de Camboya, Hun Sen, dijo en varias ocasiones que no permitirá la apertura de nuevas causas porque eso podría desatar una guerra civil. Aseguró, además, que disolverá el Tribunal Mixto apenas terminen los juicios contra los líderes de los Jemeres Rojos.
Clair Duffy, de la ONG Open Society Justice Initiative, denunció que "ha habido presiones políticas específicas sobre los jueces de instrucción para que no continúen con las investigaciones". Helen Jarvis, asesora del gobierno camboyano en temas de Derechos Humanos y una de las impulsoras del Tribunal Mixto, explicó a Tiempo que el problema radica en las diferentes posturas que hay entre los profesionales que investigan a los genocidas. "Los fiscales y jueces internacionales quieren acusar a más gente, a aquellos que estaban por debajo de la cúpula del régimen. No me refiero a soldados rasos, sino a personas de la segunda línea de los Jemeres Rojos. Pero los nacionales se oponen y plantean que sólo deben ser juzgados los líderes de máximo rango", explicó Jarvis (ver aparte).
En ese sentido, el sociólogo Patricio Brodsky apuntó que "como el genocidio es un crimen llevado adelante por los Estados, hay altísimas posibilidades de que, si no ocurre un cambio estructural profundo en las sociedades o no hay intervención de las herramientas transnacionales de justicia, exista impunidad". El también autor del reciente libro Genocidio: un crimen moderno señaló que, justamente por esa razón, "es más frecuente la impunidad que la justicia en estos tipos de crímenes". «