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La domesticación del mal
Atlántica XXII
Hay algún problema en
definir y asumir el término “civilización”, que tantas veces se ha
utilizado y se sigue utilizando, de manera contradictoria, para
justificar una intervención violenta o una conquista militar. Pero es en
realidad una palabra muy hermosa a la que deberíamos aferrarnos, a
condición de oponerla no a barbarie -como hacen nuestros imperialistas-
sino a “domesticidad”, según la fecunda argumentación de Toni Domenech.
“Civil” es lo contrario de “doméstico” y “civilización” lo contrario de
“domesticación”. Cualquier fuerza, por tanto, que promueva la
domesticación de los humanos, es decir, su confinamiento en los asuntos
privados o domésticos y su “amaestramiento” y sumisión, puede
calificarse de “incivilizada”. Fuerzas incivilizadas han sido
históricamente los ejércitos, las iglesias y los reyes; la combinación
de estas tres fuerzas en un marco de guerra generalizada determina lo
que podemos muy bien llamar un “retroceso civilizacional” o, más
radicalmente, un “batacazo civilizacional”. Un “batacazo” de este tipo
lo vivimos hoy en el Próximo Oriente, donde la malograda aventura de la
revolución democrática ha dado paso a la violencia armada, el regreso de
la dictadura y el dominio asfixiante de la religión. Un “batacazo
civilizacional” fue sin duda nuestra guerra civil y los 40 años de
dictadura que la siguieron. Se trató, claro, de una “lucha de clases”
pero también de una lucha de luces y de cuerpos en la que la clase
victoriosa impuso, a través de la fuerza militar, de la represión
religiosa y de la dictadura política, una extrema visión “domesticadora”
que se tradujo de manera consecuente en el amaestramiento del lenguaje y
de la sexualidad, los dos índices asociados a través de los que se
miden -como el IBEX mide las fluctuaciones del mercado- los avances y
retrocesos de la civilización. Toda guerra de civilización es, en
definitiva, una guerra en torno a las palabras y los cuerpos y no puede
extrañar que todo ejercicio violento de domesticación vaya acompañado
siempre de dos fenómenos inseparables: un empobrecimiento de la lengua,
que pasa a estar dominada por el eufemismo y la retórica, y una
cosificación del cuerpo femenino, encerrado de nuevo en el espacio
doméstico del deseo pasivo y la reproducción sexual.
Hace apenas un mes reflexionaba en voz alta -y precisamente en Asturias- en torno a los “batacazos civilizacionales” durante la presentación de Lloro por King Kong, la mejor novela de los últimos 30 años sobre la memoria histórica española, escrita en 1990 por el malogrado Pablo Sorozábal y felizmente recuperada ahora por Cambalache. Músico, poeta, polemista provocativo, comunista intratable con un pie en los soviets y otro en mayo del 68, Sorozábal entendió muy bien, y supo reflejar aún mejor, en qué consistió el golpe de Estado del 36 y el subsiguiente dogal franquista. Entre el Delibes de Cinco horas con Mario y el Thomas Bernhard de Extinción, el autor se sirve como pretexto del velatorio de Julio Reyes, ínclito empresario del régimen franquista, para dibujar la línea moral, mental, civilizacional, que separó a los vencidos de los vencedores. La guerra civil no fue, no, una “lucha fratricida” y si fue -porque lo fue- una lucha de clases, a los contendientes no se les distinguía sólo por su dinero o por su poder sino por sus irreconciliables maneras de abordar los cuerpos y de considerar el amor. También -en consecuencia- por su forma muy distinta de nombrar y unir los nombres con que nos referimos a los cuerpos y sus relaciones. Hay un paso probable de la lengua sucia al desprecio de los otros y hay un paso seguro del desprecio de los otros a una lengua rimbombante, eufemística, engolada y contaminante. El gran logro de Sorozábal en su jazzística y emocionante novela es el de haberse dejado poseer por el orden mental de los vencedores, con impresionante vivacidad narrativa, para vincular orgánicamente giros lingüísticos, retorcimientos espirituales y perversiones sexuales con la Lógica misma que derribó la democracia, generalizó la tortura y el fusilamiento e impuso la domesticación colectiva del franquismo. Lo que llamábamos entonces “fuerzas vivas” -la iglesia, los militares, los funcionarios- fueron los artífices del batacazo civilizacional más traumático de nuestra historia; es decir, del amaestramiento político y verbal de los cuerpos de los españoles durante cuarenta años.
Me acordaba ahora de la novela de Sorozábal porque su presentación coincidió con las elecciones del 24 de mayo, en las que, al menos en el plano simbólico, se ha producido, al revés, un salto o recuperación civilizacional. Los buenos resultados de Podemos y la victoria en plazas emblemáticas de algunas candidaturas populares han revelado hasta qué punto el PP, sin que nos diéramos apenas cuenta, había proseguido en los últimos años la domesticación incivilizada que los vencedores de la guerra civil iniciaron hace siete décadas; y demuestran también que la lucha por la democracia, la justicia social y la soberanía económica es inseparable de la lucha por la temperatura, la luz, el color, la lengua desamordazada y el cuerpo libre. La batalla no ha hecho más que empezar y los incivilizados, lo estamos viendo, no van a reparar en medios para restablecer la vida doméstica y el cuerpo amaestrado. No es que no les guste muestro proyecto político: es que no les gusta cómo somos, como vestimos, cómo nos reímos, cómo amamos. Son tan intolerantes como el Estado Islámico y llevan dentro la misma violencia purificadora. Y si hasta ahora han sido un poco más “modernos” ha sido solamente porque iban ganando. A veces da miedo pensar lo poco que han cambiado las cosas.
Hace apenas un mes reflexionaba en voz alta -y precisamente en Asturias- en torno a los “batacazos civilizacionales” durante la presentación de Lloro por King Kong, la mejor novela de los últimos 30 años sobre la memoria histórica española, escrita en 1990 por el malogrado Pablo Sorozábal y felizmente recuperada ahora por Cambalache. Músico, poeta, polemista provocativo, comunista intratable con un pie en los soviets y otro en mayo del 68, Sorozábal entendió muy bien, y supo reflejar aún mejor, en qué consistió el golpe de Estado del 36 y el subsiguiente dogal franquista. Entre el Delibes de Cinco horas con Mario y el Thomas Bernhard de Extinción, el autor se sirve como pretexto del velatorio de Julio Reyes, ínclito empresario del régimen franquista, para dibujar la línea moral, mental, civilizacional, que separó a los vencidos de los vencedores. La guerra civil no fue, no, una “lucha fratricida” y si fue -porque lo fue- una lucha de clases, a los contendientes no se les distinguía sólo por su dinero o por su poder sino por sus irreconciliables maneras de abordar los cuerpos y de considerar el amor. También -en consecuencia- por su forma muy distinta de nombrar y unir los nombres con que nos referimos a los cuerpos y sus relaciones. Hay un paso probable de la lengua sucia al desprecio de los otros y hay un paso seguro del desprecio de los otros a una lengua rimbombante, eufemística, engolada y contaminante. El gran logro de Sorozábal en su jazzística y emocionante novela es el de haberse dejado poseer por el orden mental de los vencedores, con impresionante vivacidad narrativa, para vincular orgánicamente giros lingüísticos, retorcimientos espirituales y perversiones sexuales con la Lógica misma que derribó la democracia, generalizó la tortura y el fusilamiento e impuso la domesticación colectiva del franquismo. Lo que llamábamos entonces “fuerzas vivas” -la iglesia, los militares, los funcionarios- fueron los artífices del batacazo civilizacional más traumático de nuestra historia; es decir, del amaestramiento político y verbal de los cuerpos de los españoles durante cuarenta años.
Me acordaba ahora de la novela de Sorozábal porque su presentación coincidió con las elecciones del 24 de mayo, en las que, al menos en el plano simbólico, se ha producido, al revés, un salto o recuperación civilizacional. Los buenos resultados de Podemos y la victoria en plazas emblemáticas de algunas candidaturas populares han revelado hasta qué punto el PP, sin que nos diéramos apenas cuenta, había proseguido en los últimos años la domesticación incivilizada que los vencedores de la guerra civil iniciaron hace siete décadas; y demuestran también que la lucha por la democracia, la justicia social y la soberanía económica es inseparable de la lucha por la temperatura, la luz, el color, la lengua desamordazada y el cuerpo libre. La batalla no ha hecho más que empezar y los incivilizados, lo estamos viendo, no van a reparar en medios para restablecer la vida doméstica y el cuerpo amaestrado. No es que no les guste muestro proyecto político: es que no les gusta cómo somos, como vestimos, cómo nos reímos, cómo amamos. Son tan intolerantes como el Estado Islámico y llevan dentro la misma violencia purificadora. Y si hasta ahora han sido un poco más “modernos” ha sido solamente porque iban ganando. A veces da miedo pensar lo poco que han cambiado las cosas.
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