Aliados y soviéticos ¿Libertadores o villanos? El "camarada" Stalin
Si la semana pasada analizamos el papel jugado por los Aliados
respecto a los campos de concentración, hoy centramos nuestra atención
en la actitud de la Unión Soviética. Stalin no movió ni un dedo cuando
su entonces aliado alemán deportó y asesinó a decenas de miles de
comunistas alemanes, austriacos y españoles. Esa fue solo la primera de
las traiciones del «camarada». Tras la guerra repudió a los
supervivientes y propició la expulsión del Partido Comunista de España
de los deportados republicanos que habían logrado esquivar la muerte
entre las alambradas de los campos.
El 23 de agosto de 1939 los comunistas europeos se
sintieron desconcertados por el movimiento estratégico de Stalin. Una
semana antes de que Hitler iniciara la ocupación de Polonia y diera
comienzo oficialmente la Segunda Guerra Mundial, la URSS y Alemania
suscribieron en Moscú el llamado "Tratado de No Agresión". El Führer
había conseguido el objetivo que le faltaba para lanzarse a la invasión
de Europa, contar momentáneamente con la complicidad soviética y, por
tanto, tener garantizado que su ejército no se vería obligado a combatir
simultáneamente en dos frentes.
Stalin, por su
parte, dio este pragmático paso por varias razones. En primer lugar,
despreciaba a las democracias europeas, a las que consideraba igual de
enemigas que a las naciones fascistas. Once meses antes, en septiembre
de 1938, había tenido que ver cómo los primeros ministros francés y
británico se habían retratado junto a Hitler y Mussolini durante la
firma del Tratado de Múnich. Este acuerdo, que bendijo la invasión
alemana de los Sudetes, se hizo de espaldas a la URSS. El escenario
geopolítico del momento demostraba que cada país iba por libre, al
margen de su ideología. El objetivo era sobrevivir y situarse en una
buena posición para sacar tajada o perder lo menos posible en el reparto
de Europa que estaba por llegar. Tras la afrenta de Múnich, Stalin se
cobró su venganza en Moscú.
El pacto germano-soviético contenía un anexo secreto que
solo se conocería al finalizar la guerra. En el documento, que constaba
de siete puntos, Hitler y Stalin habían acordado repartirse Europa y,
de hecho, trazaban detalladamente las fronteras que delimitaban las
respectivas zonas de influencia. Nueve días después de su firma, las
tropas alemanas entraban en Polonia y provocaban la declaración de
guerra por parte de Francia y el Reino Unido. Stalin, como era de
esperar, no hizo nada salvo dar un giro de 180 grados en su estrategia
de propaganda. En la URSS y en la órbita de los partidos comunistas
europeos, la guerra se definió como un conflicto imperialista en el que
las naciones capitalistas se enfrentaban por intereses puramente
económicos. Eso sí, el 17 de septiembre Stalin empezó a “cobrar” por su
complicidad con el Reich: ese día ordenó a sus tropas invadir la zona de
Polonia que no había sido ocupada por Alemania. La propaganda comunista
vendió esta acción como una campaña de liberación del pueblo polaco que
había sido abandonado por sus gobernantes. Excusas similares se dieron
dos meses más tarde, cuando el Ejército Rojo inició la frustrada
invasión de Finlandia. A finales de junio de 1940, mientras Hitler se
dejaba fotografiar por su aparato de propaganda frente a la Torre
Eiffel, Stalin culminaba la anexión de las repúblicas bálticas y de
parte de Rumanía.
Moscú mira para otro lado
Stalin pactó con Hitler mientras miles de comunistas alemanes y
austriacos eran exterminados en campos de concentración como Dachau,
Oranienburg, Sachsenhausen o Buchenwald. Moscú estaba al tanto de la
represión contra sus «camaradas» pero no hizo nada por evitarla o, al
menos, suavizarla. Es en medio de este contexto cuando los españoles
fueron capturados en Francia por el ejército alemán. El pacto
germano-soviético estaba en plena vigencia en el momento en que fueron
enviados a Mauthausen. Existe un testimonio relevante que acusa
directamente a Stalin de conocer la situación en que se encontraban los
prisioneros españoles, entre los que había numerosos comunistas, y de
negarse a mover un dedo por ellos. Se trata del discurso que pronunció,
en junio de 1941, August Eigruber, gobernador nazi de Oberdonau, la
región austriaca en que se encontraba Mauthausen. «Allí, cerca del
Danubio, hay un gran campo de concentración. Hay 6.000 rojos españoles,
aquellos revolucionarios españoles que se alzaron contra el fascista
Franco, y que lucharon contra España por una España soviética. (…) Le
ofrecimos aquellos 6.000 rojos españoles a Stalin y la Rusia soviética
porque son luchadores por una revolución mundial. Y el señor Stalin y su
Komintern no aceptaron. Ahora están en Mauthausen; están allí para
siempre».
Todo cambió tras la ruptura unilateral del
pacto por parte de Alemania que se lanzó a la conquista de la Unión
Soviética. El Tratado de No Agresión pasó a ser papel mojado y la
propaganda comunista se apresuró a defender la tesis de que su firma
había obedecido a un movimiento estratégico de Stalin para ganar tiempo y
preparar la guerra. Los hechos demuestran que cuando Hitler, en junio
de 1941, dio luz verde a la «operación Barbarroja» cogió totalmente
desprevenido al Ejército Rojo.
La segunda traición
Tras cuatro años de sangrienta contienda en la que la Unión Soviética
perdió más de 26 millones de hombres, mujeres y niños, Stalin se
convirtió en uno de los salvadores de Europa. Sus tropas liberaron buena
parte de los campos de concentración nazis, entre ellos el de
Auschwitz. Sin embargo, al igual que ocurrió con los Aliados, los
líderes militares y políticos de la URSS no tuvieron entre sus
prioridades la de acabar con el sufrimiento de los millones de
prisioneros que agonizaban tras las alambradas nazis. El Ejército Rojo,
como las tropas británicas y estadounidenses, simplemente se toparon con
los campos de concentración en su avance hacia Berlín.
El fin de la guerra y la llegada de la ansiada
libertad abrieron un último capítulo de humillaciones y sufrimiento para
un buen número de deportados comunistas, entre ellos los españoles.
Stalin y la Internacional Comunista habían llegado a una "brillante"
conclusión: quienes habían logrado salir con vida de los campos de
concentración, tenían que haberlo hecho traicionando sus ideales y
siendo cómplices del enemigo. Un importante número de los soviéticos que
habían logrado sobrevivir al inhumano trato de los miembros de las SS,
en lugar de ser homenajeados por su patria, fueron acusados de espías o
traidores y acabaron en los gulags.
Esa doctrina caló
en los partidos comunistas europeos y también en el español. Los
miembros más destacados de la organización comunista en Mauthausen
fueron llamados a comparecer ante la dirección del PCE, reunida en
Toulouse. Allí fueron acusados de traidores y expulsados del partido.
Mariano Constante, que había pasado casi 5 años en Mauthausen, no pudo
olvidar nunca la frase que escuchó ese día: «Se nos dijo que si fuera un
gobierno popular el que tuviera el poder, "mañana mismo os
fusilaríamos". Les mandamos a hacer puñetas. Les dije que volvería a
trabajar por el partido cuando hiciéramos una reunión para discutir el
papel del PCE en Mauthausen. Y todavía la estoy esperando».
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