Lucía Cerna, testigo de la masacre que cambió la guerra en El Salvador
El
16 de noviembre de 1989, seis sacerdotes jesuitas, la cocinera y su
hija fueron asesinados por militares en la Universidad Centroamericana
José Simeón Cañas (UCA) en la capital salvadoreña. De los seis jesuitas
asesinados, cinco eran españoles, entre ellos el rector de la
Universidad, Ignacio Ellacuría.

Una comisión de la verdad bajo el auspicio de la ONU determinó que el asesinato fue ordenado por militares de alto rango, pero ningún general fue encarcelado.
El Estado salvadoreño se negó a conceder la extradición de 13 exoficiales requeridos por la Audiencia Española para enfrentar juicio en el país de origen de cinco de los asesinados.
En el lugar de los hechos se encontraba aquel día Lucía Cerna, quien hacía trabajos de limpieza en la universidad y había ido a la UCA con su familia a pedir refugio a los sacerdotes.
Cerna, de 69 años, vive hoy en California, desde donde relató los eventos de esa noche trágica. Habló con Mike Lanchin, del programa Witness, Testigo, de la BBC.
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"En noviembre 11 se fueron las luces y desde esa vez ya no hubo energía eléctrica. Pensaba ir al mercado al día siguiente pero ya no se pudo porque ya estaba la guerra bien pesada. Pasaban helicópteros rugiendo como leones, eran las fuerzas armadas que estaban atacando a los guerrilleros, que corrían por todas las partes.
Yo estaba escondida debajo de un colchón de la cama con mi niña.
Jorge, mi esposo, tenía la panadería en la casa, la gente venía como podía, aunque fuese bajo las balas, a comprar el pan.
El martes 14 en la noche no teníamos ni velas, ni candiles, ni agua, ni leña y la refrigeradora ya estaba toda vacía, ya no había comida. Yo no estaba de acuerdo con que la niña que tenía yo en ese tiempo de cuatro años estuviera aguantando necesidades de no comer.
En la mañana, como a las seis y cinco de la mañana, ya con una bandera blanca, le dije, vámonos a buscar a mis jefes. Ellos nos van a amparar.
Esa tarde que llegamos, el padre me prestó unas colchonetas y me dijo, si quieres cualquier cosa, agua, comida, aquí hay.
Bien entrada la noche se oyó aquella gran balacera adentro de la universidad. Una noche antes, por casualidad, el padre Nachito tocaba la guitarra, me quedé oyendo y por eso había dejado la ventana abierta cuando me fui a acostar.
Cuando pasaron unas cuantas horas que nos habíamos acostado se oyó la gran guerra dentro de la universidad y voy viendo que iba un grupo de hombres con uniforme camufleado para adentro.
Vi como el grupito era como de cinco hombres de este lado de la casa. No había luz eléctrica pero me los alumbró la Luna, estaba Luna llena en ese tiempo.
Estaban dando patadas y gritadas allá en la casa de adentro. Se arreció la disparazón y también se oía que le daban patadas a las lámparas, a los escritorios, a las camas, oía que sacaban una cosas que las jalaban como que eran costales.
Pero ya la voz del padre no estaba.
Yo nomás lo que sentí en mi cuerpo era como en vez de sangre, como que estaba yo en una hielera, en una hielera pero bien pesada de hielo. Me subía y me bajaba la sangre, helada, helada, helada.
Al amanecer, vimos la tendada de cuerpos en la grama y en un cuarto estaban dos mujeres muertas, yo creía que eran monjas porque nunca me imaginé que la cocinera se había quedado ahí.
Me llevaron a la embajada de España. Un avión de la Cruz Roja llegó a levantarnos al aeropuerto de El Salvador.
Cuando aterrizamos en Miami bajamos del avión y nos hicieron hacia un lado y al ratito se juntaron varios hombres y se identificaron en español y dijeron que eran del FBI, que los siguiéramos.
Nos pusieron en un hotel. No me imaginaba lo que venía en el futuro.
El hombre que yo pensaba era un doctor, entró un hombre en medio del interrogatorio y le dijo coronel, había venido de El Salvador, él mismo nos dijo.
En esos tres días que estuvimos, a mí el hombre me maltrataba mucho verbalmente, psicológicamente.
Me decía que yo no era la barredora de la universidad, que yo era comunista, una guerrillera, una ladrona, daba contra la pared el hombre cuando yo le contestaba que no era así. Yo me ponía a llorar porque le tenía miedo.
Mucho me había hecho hablar, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche, varios días. Estaba bien cansada, sólo tomábamos algo en el desyuno, no había almuerzo y nada hasta que regresábamos a la noche a comer.
Entonces me cansé y les dije que no sabía nada. Ya me había cansado de que me estuviese maltratando.
Quedaron bien contentos cuando les dije que no iba a decir nada y me dijeron "eso hubieras dicho desde el principio".
Ya en la noche del jueves llegaron dos sacerdotes a salvarnos de ese lugar donde nos tenían presos. Vinieron dos abogados de derechos humanos y yo les dije, perdónenme, porque yo cambié mi testimonio, pero no aguantaba tanto sufrimiento.
Y me dijeron, no te preocupes, estamos aquí para ampararte y ayudarte.
Antes de que eso sucediera hace 25 años yo tenía felicidad, con todo mi gusto hacía la limpieza en ambos edificios, estábamos con la panadería y reíamos y salíamos sin aflicción ninguna.
Pero todo cambió. Mi persona todavía tiene secuelas de ese tiempo, me quedó ese miedo, al hablarlo todavía siento miedo".
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