Se creería tal vez Macarthur retornando a Filipinas tras
la Segunda Guerra Mundial: “España ha vuelto”, proclamaba el presidente
Mariano Rajoy en la Gran Manzana, ante el Consejo de Relaciones
Internacionales vinculado a la revista “Foreign Affairs”. “Y lo ha hecho
para quedarse”, añadía no se sabe si con aire de amenaza, francachela o
aviso para navegantes.
¿Qué España ha vuelto? ¿La de cerrado y sacristía, la devota de
Frascuelo y de María, o aquella que fue capaz de acabar con el
analfabetismo, la Universidad exclusiva para los ricos y el derecho a la
salud convertido en limosna de beneficencia?
Hay muchas Españas encima de la mesa, más allá de las banderas con
que cada cual quiera envolverlas: la de salarios aún más bajos que
pretende el FMI o la de los sueldos empobrecidos y congelados de los
funcionarios, la que exporta sus mejores cerebros a bajo precio, la que
sella con dinero las puertas del saber, la que insiste en semiprohibir
el aborto y, desde la caverna, hace chanzas del indio Evo Morales y la
malinche Bibiana Aido en un partido de fútbol neoyorquino contra la
violencia de género.
¿Es esa España la que retorna, la del manifiesto de los Persas y los
Cien Mil Hijos de San Luis, o la de Mariana Pineda y Torrijos, la de
Blanco White y Manuel Azaña, la de Fermín Salvochea y Manuel Chaves
Nogales? No nos engañemos: vuelve la España que silencia preguntas o
pretende censurar a los periodistas extranjeros, porque ya ha logrado
hacerlo con los patrios. Es la que permite que Rodrigo Rato siga su
irresistible ascensión en la banca, mientras muchos de sus damnificados
duermen al relente de los desahucios. La que envía antidisturbios contra
los escraches o el Jaque al Rey y es incapaz de poner entre rejas a los
mangantes de las preferentes. La que no supo o no quiso hacer justicia
con el franquismo y ahora tiene que ser la ONU o los tribunales
argentinos quienes lo intenten. Esa España que necesita de tarde en
tarde un Gibraltar español, o cualquier crimen de Alvargonzález o un
Jarabo, ya sean los niños de Córdoba o Asunta Jong, para distraer con el
espanto, aunque fuere por unas horas o unos días, el terrible espantajo
crónico de la corrupción o el malgobierno.
España ha vuelto, festeja Rajoy. Pero, ¿cuál, la que creó el Pacto de
Toledo o la que lo soslayó, la que articuló hace 35 años una
Constitución insuficiente que además fue constantemente vulnerada?
Muchos españoles ni siquiera se atreven a pronunciar el nombre
hermoso de esa casa común porque siempre lo sintieron patrimonio de
aquellos que sólo creen en una España que nunca fue: la que intentó
vertebrarse hace quinientos años cuando Isabel y Fernando usaron el
catolicismo como arma política para unificar los antiguos reinos
peninsulares, aunque fuera a costa de traicionar las capitulaciones de
Santa Fe? ¿Qué España nos espera bajo la severa disciplina de la
poderosa Angela Merkel: la de las cesantías en la administración que tan
minuciosamente refirió Benito Pérez Galdós o la que fue capaz de creer
que Europa iba a librarnos de nuestros males en lugar de agravarlos?
Numerosísimos catalanes creen que la independencia les librará del
dinosaurio de la crisis, pero cuando despierten se darán cuenta de que
sigue debajo de la cama. Sin embargo, al menos, ellos creen en algo y no
les han recortado las utopías. ¿En qué creemos el resto de los
españoles en qué modelo de Estado tenemos puesta todas nuestras
esperanzas, en el de un estado central que se queda con la mejor tajada
del alivio del déficit cuando las principales competencias las tienen
las comunidades autónomas?
Madre y madrastra nuestra, la llamaba Blas de Otero. Invertebrada,
dijo Ortega y Gasset. Sigue siendo todo eso, pero algunos confiamos
todavía en que abandone su vieja armadura hortera e imperial y sea capaz
de vestirse con un traje nuevo con el que todos sus hijos nos sintamos
cómodos. ¿Por qué seguimos enorgulleciéndonos de conquistadores expertos
en avaricia y en masacres, en lugar de reivindicar al padre Las Casas o
a Cabeza de Vaca? ¿Por qué recordamos tan sólo el poder de los Borgia o
la campechanía a menudo absolutista de los Borbones, en lugar de hacer
nuestra la expedición botánica del sabio Mutis, el suicidio de Angel
Ganivet en un lago de Riga, la medición del Ecuador, la epopeya
intelectual de nuestro exilio en el México de Cárdenas? Quizá al lector
no le suenen de mucho estos últimos nombres y es porque siguen formando
parte de una España imposible, la de la heterodoxia, la de la razón
poética frente a la razón histórica, la del deseo frente a la realidad,
la de Bonafux y Buñuel, la de la balsa de piedra peninsular de José
Saramago. La que parece alentar en las joviales palabras neoyorquinas de
Rajoy es esa otra España, casposa y de uniforme, la que pregona cierto
nacionalismo rojigualdo, con la misma falta de altas miras con la que
suele caricaturizarse a los nacionalismos periféricos.
A menudo olvidamos que el éxito de algunos países modernos, como es
el caso de Alemania, de Italia, de Gran Bretaña o de Estados Unidos, se
basa en la voluntad de las partes por integrar un todo. No en la
pertinaz obstinación del todo en mantener juntas a las partes, aunque
fuere en contra de su voluntad. A este paso, mucho me temo que la España
que vuelva al final del juego pudiera ser la de don Pelayo en
Covadonga. En ese caso, señora España, no vuelva usted mañana. Comprendo
que a Cataluña le preocupe el resto del Estado, aunque según Artur Mas,
sienta afecto por él. Lo mismo que entiendo que al centralismo rancio
le inquiete el soberanismo vasco. Pero, hoy por hoy, quizá debiera
preocuparnos mucho más que tenga que ser Naciones Unidas quienes
investigue a nuestros desaparecidos o que los Presupuestos Generales del
Estado tengan que ser supervisados por Bruselas. Si Velázquez
viviera tendría que pintar a la inversa la rendición de Breda.
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