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Por Enrique Lacolla
Más que Pearl Harbor, Stalingrado o Normandía, la batalla librada hace 70 años en las proximidades de la capital rusa fue el punto de inflexión de la segunda guerra mundial.
A principios de este año, en un artículo del 11 de enero titulado A 69 años del ataque japonés a Occidente, practicamos una revisión del complejo cuadro de la revolución y la guerra en Asia promediando el siglo pasado. Esa situación llevó al ataque japonés a Pearl Harbor –de los que acaban de cumplir 70 años-, que fuera uno de los puntos de inflexión de la historia de nuestro tiempo, en la medida que significó el ingreso pleno de Estados Unidos (ya la mayor potencia industrial de la época) a la lucha por la hegemonía mundial. Los norteamericanos no han dejado de recordar la fecha y han difundido ese aniversario por las cadenas mundiales de comunicación cuyo control mayoritariamente ejercen. Mucha menos atención ha concitado el otro punto decisivo en la inversión de las tornas durante la segunda guerra mundial: la batalla de Moscú, reñida, por esas mismas fechas, entre alemanes y soviéticos.
Entre octubre de 1941 y principios de enero de 1942, en efecto, se libró un monumental combate entre la Wehrmacht y el Ejército Rojo, que terminó con la derrota del movimiento ofensivo alemán contra la capital soviética. Esa derrota también determinó el final del período de la blitzkrieg o guerra relámpago que en poco más de un año y medio había llevado a los nazis a adueñarse de Europa, con excepción de la insular Gran Bretaña.
Mucho se ha argüido en torno de cuál de los dos momentos fue más determinante para fijar el final de la segunda guerra mundial. En ese momento, por supuesto, el panorama no estaba claro y ninguno de los protagonistas mundiales podía tener por segura la salida del conflicto aunque, en el momento de Pearl Harbor, Winston Churchill se hubiera sentido confortado por la certeza de que la guerra estaba ganada. En realidad, la conjunción de fuerzas del bando aliado indicaba que a la larga la balanza de la contienda iba a inclinarse de su lado, pero había una infinidad de imponderables entre ese resultado y el momento que se estaba viviendo. ¿Sobreviviría Rusia a la campaña de 1942? ¿Podría Estados Unidos movilizar su formidable capacidad industrial para llegar a tiempo a invadir el continente europeo en caso de que la URSS se hundiera? ¿Hubiera sido factible esto si Alemania tenía que ocuparse de un solo frente? El proyecto de la bomba atómica, que ese momento estaba apenas en pañales, probablemente hubiera debido enfrentarse a un proyecto similar del otro lado. Cuenta Albert Speer que Alemania abandonó la idea en 1942 porque la cuantía de los gastos que el mismo hubiera supuesto, habría implicado detener la producción del armamento convencional que era indispensable para sostener la lucha en el frente oriental. De no haber existido este, ¿no habría podido Alemania equilibrar su gasto y atender a unas necesidades bélicas más limitadas de manera simultánea y armónica?
Como se ve, son interrogantes tan superfluos como apasionantes. Superfluos porque la historia ya se encargó de responderlos. Apasionantes porque demuestran que nada está demostrado en un momento de crisis y que el rumbo que pueden tomar las cosas es susceptible de variaciones, determinadas en gran medida por las decisiones de los actores que creen comandar los hechos. Una vacilación en el estado de ánimo del pueblo norteamericano y un reforzamiento de los sectores aislacionistas que ante el ataque japonés querían tomarse desquite de este y desentenderse del problema europeo; una decisión menos férrea y desesperada que la de Stalin y su círculo ante el ataque alemán; una concepción menos delirante que la de Hitler en el sentido de pretender reducir a los pueblos eslavos a la esclavitud, hubieran podido cambiar el curso de las cosas.
En el fondo fue el absurdo concepto del nacionalismo biológico de los nazis lo que selló la suerte del conflicto y lo que, de alguna manera, lo estaba sentenciando desde un principio. Ya lo había dicho Napoleón: “Con las bayonetas puede conseguirse todo, menos sentarse sobre ellas”. Pero como para Hitler la lucha era el factor permanente que conformaba el sentido de la existencia, y como no concebía esta de otro modo que en la colisión bélica, las pulsiones destructivas que contenía en sí mismo el capitalismo y el mundo moderno no podían sino ejercitarse de la más extrema y peor manera posible. Aviso para quienes se niegan a mirarse en el espejo del pasado y creen que la locura puede encerrarse como al genio en una botella.
Un combate a vida o muerte
El envite alemán contra la URSS arrancó al alba del 22 de junio de 1941. Sus motivos se fundaban en las premisas de Mein Kampf: conseguir para Alemania su Lebensraum o “espacio vital” a expensas de sus vecinos del este, juzgados como inferiores y susceptibles de ser puestos bajo el dominio de una raza de señores. En medio de las brumas wagnerianas de la fraseología nazi, se sustentaba la voluntad de hacer de Alemania –y secundariamente a Europa occidental- una nación continente equiparable a Estados Unidos y a Rusia, cuyas dimensiones y poderío parecían proyectarlos al rol hegemónico. El lapso que Hitler podía aprovechar para conseguir tal objetivo era corto y se estaba estrechando, pues la URSS estaba creciendo de forma exponencial y pronto resultaría inatacable. En las condiciones de la sorprendente victoria alemana obtenida el año anterior en el frente occidental, esa parecía ser la oportunidad más favorable para forzar la apuesta. Y Hitler era un jugador compulsivo. “Si va mal –le dijo el Führer a su ayudante personal Walther Hewel días antes del ataque a Rusia- todo estará perdido”. Y luego, en la mañana del ataque: “Me da la sensación de estar abriendo la puerta de una habitación oscura, jamás vista, sin saber lo que hay detrás de ella”.
La carta alternativa, que le había sido ofrecida por la Marina alemana y que pasaba por una estrategia de aproximación indirecta enfatizando las acciones contra Gran Bretaña en el Mediterráneo y el Atlántico, y asociándose más bien que enfrentándose a la URSS, había sido desechada en parte en razón de la fundada desconfianza que inspiraba esta, pero sobre todo porque imponía un compás de espera al sueño de Hitler de cumplir su ambición de máxima. Debe señalarse, sin embargo, que la jugada extrema de Hitler no encontró oposición en los mandos del Estado Mayor y que incluso quienes después criticaron la locura de Hitler, por entonces juzgaban muy realizable el emprendimiento. Una creencia similar embargaba incluso a los jefes del bando aliado, que despreciaban la capacidad de resistencia del ejército rojo y la aptitud de los rusos para sobrellevar la guerra. “Supongo que serán rodeados en hordas”, le dijo el jefe del Estado Mayor británico, el general Alan Brooke, a Winston Churchill, poco después de iniciarse el ataque alemán.
Aunque con bajas muy superiores a las sufridas en las campañas en Escandinavia, Francia o los Balcanes el ataque progresó con relativa facilidad en una serie de batallas de cerco y aniquilamiento libradas desde fines de junio hasta mediados de julio. En este punto la Wehrmacht chocó con una dura resistencia soviética en Smolensk, produciéndose una batalla en la cual los rusos contraatacaron y que no pudo ser resuelta por los alemanes hasta el 6 de agosto. Se produjo ahí un shock psicológico que súbitamente reveló a los mandos alemanes una realidad muy distinta a las rosáceas percepciones que existían al principio de la campaña. “Negro sobre negro, eso es lo que veo” dijo el jefe del contraespionaje alemán, Canaris, al mariscal Von Bock, que comandaba el grupo de ejércitos del centro. Pese a las terribles derrotas sufridas, los rusos estaban en pié y contaban con ingentes cantidades de material y hombres para reponer lo que habían perdido. La conmoción alcanzó no sólo a los altos mandos sino que produjo también círculos concéntricos de carácter político y que permanecieron ocultos por varios meses. Japón, que se esperaba habría de atacar a la URSS a lo largo de la frontera entre Manchuria y la Unión Soviética, revisó a la negativa su disposición de abrir un segundo frente contra los rusos y decidió atender a su flanco sur, amenazado por Gran Bretaña y Estados Unidos, que presionaban para que se retirase de China y que estaban tomando represalias económicas que ponían a Tokio entre la espada y la pared.
En ese momento Hitler decidió suspender la ofensiva en dirección a Moscú y volverse hacia el sur, para hacerse con los inmensos trigales de Ucrania y la cuenca industrial del Donetz, que le asegurarían una formidable reserva de materias primas. La escasez de estas había determinado la derrota alemana en la guerra del 14 y el fenómeno no debía volver a repetirse. La generalidad de los oficiales alemanes con altos cargos que sobrevivieron a la guerra calificaron esa diversión hacia el sur como una locura, porque los había privado de llegar a la capital rusa para destruir el nudo nervioso de la administración soviética y quebrarle espinazo al ejército rojo, conglomerado masivamente en su defensa. Pero había también otros motivos, que sustentaban la doctrina de Hitler en el sentido de librar una guerra económica: las líneas de abastecimiento alemanas se habían estirado demasiado, el material rodado estaba muy desgastado, las carreteras estaban dañadas, había que cambiar las vías ferroviarias de trocha ancha para adecuarlas a los trenes alemanes y la acumulación de tropas rusas en el frente central hacía problemático continuar el avance. Los movimientos de pinzas efectuados hacia el sur dieron su fruto: cientos de miles de prisioneros, Ucrania y todos sus recursos cayeron en manos alemanas. Recién entonces se reanudó la ofensiva contra Moscú.
Un sensacional caso de espionaje y el general Invierno
Octubre, sin embargo, era ya un mes muy próximo al invierno. Las lluvias y el barro (la rasputitsa) empantanaron el avance alemán. Cuando avanzó la estación y la tierra se heló, la ofensiva cobró otra vez cuerpo, pero frente a una resistencia cada vez más encarnizada. En septiembre había llegado a Moscú la noticia –filtrada por el espía Richard Sörge, un comunista alemán afiliado al partido nazi y que ejercía como corresponsal de prensa en el Extremo Oriente-, de que el Japón no atacaría a la URSS a menos que se hubiesen llenado varios precondiciones, entre ellas la caída de la capital soviética y el comienzo de una guerra civil en Siberia. Esta información no cayó en saco roto –como en cambio lo había sido la que la misma fuente suministrara respecto del comienzo de Operación Barbarroja, la invasión a Rusia. Stalin y el Stavka (Estado Mayor) procedieron a traer desde la frontera china a las divisiones siberianas que necesitaban no sólo para consolidar el frente en las cercanías de Moscú, sino también para montar un contraataque devastador, que dio comienzo el 5 de diciembre, en medio de un frío aterrador, cuando las exhaustas unidades alemanas ya podían ver las torres del Kremlin con sus binoculares y sus primeras patrullas tanteaban los suburbios.
La contraofensiva fue general y las líneas alemanas se replegaron y crujieron en todas sus junturas a lo largo del frente central. La logística –por las distancias recorridas, la crueldad del invierno y la acción de las guerrillas- era complicadísima. Un verdadero pánico embargó al alto mando alemán. Hitler (en la primera y casi la única afortunada de sus decisiones en el sentido de no ceder un paso en ningún lado) obligó a las tropas alemanas a sostener el frente pese a las terribles pérdidas y evitó de ese modo un hundimiento general que habría reproducido la catástrofe napoleónica de 1812 en el mismo lugar y en circunstancias muy parecidas La batalla duró hasta principios de enero. Para entonces también los rusos estaban agotados y desangrados. Se imponía una pausa y esta duró hasta mediados de 1942, cuando los germanos realizaron su último gran intento por doblegar a la Unión Soviética, que remató en una catástrofe aun peor, la derrota de Stalingrado.
La batalla de Moscú significó el giro decisivo en la guerra. En el principal frente de batalla, una colisión enorme demostró que la esperanza de una victoria rápida como la ambicionada por los alemanes se había disipado y que había que hacer frente a una contienda larga y casi con seguridad perdidosa para estos, en razón de los mismos motivos que habían apresurado a Hitler a jugar su carta. Dos días después del comienzo de la contraofensiva soviética Estados Unidos entraban en la guerra y el peso de su maquinaria industrial sumado al de la maquinaria que los rusos habían levantado en un despiadado proceso de industrialización acelerada cumplido en la década anterior, más los enormes recursos humanos que estos podían poner en el campo, significaba los dados estaban echados. Las expectativas alemanas antes de la campaña suponían que era posible arribar a los yacimientos petrolíferos del Cáucaso en dos meses y anular a la URSS como factor militar en el mismo lapso. Tales expectativas se habían revelado totalmente desenfocadas y ahora eran postergadas para 1942, sin una certidumbre clara de que pudieran cumplirse.
La marea de la guerra había revertido.
Paralelo
Aunque parezca exagerado comparar la frenética decisión de Hitler en el sentido de jugarse el todo por el todo en su ataque a Rusia en 1941, con los factores de colisión que habitan al presente, un examen más circunstanciado de la realidad que nos circunda puede establecer similitudes inquietantes.
Se están multiplicando las agresiones infundadas y redobla la propaganda contra Siria, Irán, Pakistán, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, China y Rusia. Estados Unidos despliega su poderío militar en 870 bases distribuidas en todo el globo y junto a sus aliados de la OTAN interviene, directa o indirectamente, en los problemas internos de muchos países. Bajo la pantalla de la lucha contra el terror sostiene una guerra en Afganistán, ha partido a Irak y ha liquidado a Libia. Practica un espionaje desaforado con satélites, drones y agentes infiltrados y procede a asesinar de manera selectiva a dirigentes o cuadros que estima peligrosos a sus intereses. La crisis económica, lejos de inducir a la prudencia a sus hombres de estado, parece estar influyéndolos para ir cada vez más lejos en el campo internacional, tal vez porque no se ve a ningún Hitler en las proximidades, porque se presume que Rusia está muy debilitada y que los chinos no se apartarán de su discreción en materia diplomática. La teoría del “enemigo objetivo”, sin embargo, sigue siendo el factor dominante en la diplomacia del bloque atlántico y esto supone un riesgo mayor. Sintetizada por Sir Eyre Crowe, un analista del Foreign Office británico anterior a la primera guerra mundial, dicha doctrina estimaba que la estructura y no el motivo era lo que determinaba la estabilidad. No eran en esencia las intenciones de Alemania lo que importaba: lo que importaba eran sus posibilidades. Las buenas intenciones de un enemigo potencial no contaban, serían anuladas por las tentaciones inherentes al creciente poderío de este. Cámbiese el nombre de Alemania por el de China o por el binomio Rusia-China, y nos encontraremos con una concepción similar, que explica gran parte de las tensiones del presente. Pero este tipo de pensamiento fomenta la psicosis de cerco que afligió a Alemania y a Japón en el período de las guerras mundiales y nos aproxima peligrosamente al nadir de la civilización.
La locura que se imputa a Hitler es la propia de un sistema global que excede a ese personaje; es generalizable al por mayor. En estos momentos Estados Unidos parece determinado a jugarse el todo por el todo en nombre de un sistema de desvalores que pone al beneficio por encima de cualquier otra consideración y que entiende que la fuerza bruta basta para instalarlo durante el tiempo suficiente para que se convierta en un Reich (Imperio) “que durará mil años”. No otro es el fondo de la teoría de Fukuyama sobre el fin de la historia.
Nota
Citado por Henry Kissinger en La Diplomacia, Fondo de Cultura Económica, 1994, páginas 187-189.
Fuentes
Las fuentes para quienes deseen interiorizarse sobre la segunda guerra mundial son tantas que resultan demasiadas. A título de orientación dirigimos al lector a unos pocos libros de carácter abarcador a la vez que técnico y que se encuentran más o menos disponibles en castellano.
La 2da. Guerra mundial. Objetivos y estrategia de las grandes potencias, de Andreas Hillgruber, Alianza Universidad.
Guerra total, de Peter Cavalcoressi y Guy Wint, Alianza Universidad.
Hitler, una biografía, de Joachim Fest, Planeta. Indispensable para conocer el tramado entre psicología individual, psicología social y política en un tiempo de crisis.
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