La tortura como arma política en el Brasil de la dictadura
La represión llegó incluso a la iglesia católica, que tuvo un papel decisivo en la denuncia del régimen.
Brasil fue el primero de los países del cono sur de América Latina en caer bajo la última ola de dictaduras militaresEntre 1964 y 1985, los militares brasileños usaron la tortura como un arma política, de acuerdo a los documentos que permanecieron custodiados durante décadas en Ginebra, por el Consejo Mundial de Iglesias. Son más de 7.000 páginas que en breve estarán disponibles para su consulta en Internet, pero que ya está adelantando el diario O Estado de Sao Paulo.
Un informe de la Comisión Internacional de Juristas, elaborado en julio de 1970, es decir, en el momento de auge de la represión en el país, denuncia también que el régimen militar ha desarrollado una serie de “técnicas científicas de represión” para tratar de sofocar la disidencia. En el documento se califica la situación del país como de guerra civil, con la existencia de un aparato del Estado dispuesto para la represión y escuadrones de la muerte que actuaban al margen de la ley.
A pesar de que el régimen negaba la existencia de presos políticos, según este informe había en ese momento unos 12.000 y se negó a la Cruz Roja Internacional la visita a las cárceles.
Los documentos también sacan a la luz el importantísimo papel que jugó el arzobispo de Sao Paulo entre 1970 y 1998, Paulo Evaristo Arns. En esa época diferentes miembros de la iglesia católica fueron objeto de la represión del régimen: 9 obispos, 84 sacerdotes, 13 seminaristas y 6 monjas fueron detenidos. Los principales cargos tienen que ver con la ayuda a obreros en huelga y homilías que desagradaban al régimen.
Pero en las filas de la iglesia no solo hubo detenciones y torturas, también fueron asesinadas 7 personas, consideradas “subversivas” o sospechosas de suministrar información a los disidentes.
El arzobispo de Sao Paulo también hizo gestiones secretas en el exterior para conseguir fondos que servirían para una operación que culminaría en 1985 con la publicación de “Brasil: Nunca Más”, que revelaría el nombre de 444 torturadores, 242 centros de tortura y el testimonio de miles de víctimas de la dictadura.
Con la llegada de estos documentos a Brasil, el relator de la ONU contra la tortura, Juan Méndez, reclamó que se investiguen los crímenes de la dictadura: “tengo esperanza en que los fiscales y jueces brasileños honren estos documentos, usando los archivos para abrir procesos contra los torturadores”. Estos crímenes nunca fueron juzgados ya que está vigente la Ley de Amnistía firmada en 1979 por el último de los presidentes de facto, el general João Baptista Figueiredo.
El Supremo Tribunal Federal ratificó en 2010 la vigencia de la amnistía, al considerarla un hito en la apertura política del país. No obstante, en febrero de este año el fiscal Otavio Bruno desafió esta doctrina y abrió una investigación sobre los desaparecidos, amparándose en la condena del año pasado de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, que ordenó investigar la suerte de 63 desaparecidos durante la represión de la guerrilla de Araguaia en los años 70
Brasil fue el primero de los países del cono sur de América Latina en caer bajo la última ola de dictaduras militares. Los militares derrocaron a João Goulart en 1964, en plena guerra fría, cuando intentaba desmarcarse de la alineación incondicional que había en el subcontinente con los EE.UU. Con ser salvaje, la represión no llegó a los límites a que después llegarían Chile (a partir de 1973) y Argentina (a partir de 1976).
Tuvo un protagonismo menor en el Plan Cóndor, que coordinó a los distintos regímenes militares para llevar a cabo una represión sin fronteras. Y antes de que empezase a funcionar el Cóndor, los brasileños crearon en el seno del Ministerio de Exteriores el Plan de Busca Externa, que ejerció una labor de espionaje sobre los exiliados.
El papel de la iglesia católica de Brasil es comparable al que jugó en Chile, donde la Vicaría de la Solidaridad amparó y defendió a muchos perseguidos. La iglesia argentina, por el contrario, fue mayoritariamente cómplice, aunque hubo honorables excepciones y hasta un obispo asesinado.
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