Al tiempo que no deja de agravarse, la crisis en Libia está generando una extraordinaria confusión respecto a lo que en verdad ha venido sucediendo con las rebeliones democráticas en el mundo árabe. La intervención militar occidental, ahora definitivamente en manos de la OTAN, oscureció el sentido de aquellas protestas y fomentó la victimización de un régimen sanguinario que es improbable que ni aun así alcance algún tipo de legitimidad.
Lo que no parece notarse con claridad es que la ofensiva armada de Europa y EE.UU. en Libia, lejos de ser un nuevo capítulo de la puja colonialismo o independencia en clave setentista, como sostienen algunos defensores del régimen, obedece, en cambio, a otra dicotomía posiblemente más grave y compleja en este presente, entre revolución y contrarrevolución en el mundo árabe . En este sentido es una curiosidad para coleccionistas que debido a una coyuntura inevitable, se enfrenten bandos que esencialmente coinciden en su carácter contrarrevolucionario como Kadafi o la propia OTAN.
Lo que sucede en esta región, no sólo en Libia, y que se intenta abortar, es un levantamiento republicano laico que ha desintegrado supuestos y prejuicios . Eso sucede no sólo por la unidad idealista detrás de la noción de que la democracia, las instituciones y la libertad son valores humanos y no atributos occidentales, sino además porque estos movimientos, al tener una profunda base de reivindicaciones sociales, se han mostrado reactivos al ultra islamismo y a su emergente terrorista.
En sólo unas semanas este fenómeno se ha extendido como una marea, desafiando las balas tanto en países pro-occidentales como Yemen o pro-iraníes como Siria. Eso es porque las demandas tienen en todos los casos una matriz homogénea social y política. Dicho de otro modo, en todas partes se protesta contra el mismo oscurantismo, sojuzgamiento y represión porque no existe una tercera posición benevolente entre democracia y tiranía.
Una mutación de este tipo abre la demanda de participación ciudadana vedada hasta ahora, una buena noticia que el norte mundial traduce según sus intereses como pura incertidumbre respecto de qué modo y por quiénes acabará gobernado un suburbio de enorme valor estratégico y no sólo por sus reservas energéticas . En esa clave hay que observar el sentido final de la intervención de la OTAN, lejana de cualquier idea humanitaria, y con esa misma luz comprender porqué esa operación ha quedado atrapada en un extraordinario laberinto.
La discusión que se produjo en el liderazgo de la coalición occidental sobre el destino y dirección de la campaña develó una etapa donde son más las debilidades que las fortalezas en el poder global. Esas contradicciones, que de paso ilustran porqué esas capitales han perdido control sobre esta región, son esenciales para comprender lo que está sucediendo por debajo de la superficie.
Es la primera vez en la historia que EE.UU.
forma parte de una coalición militar de este tipo pero elude dirigirla . “Desde el comienzo Barack Obama dejó en claro que no estaba entusiasmado con una acción militar y que la respaldaría si la pedía la oposición libia, y la Liga Árabe y con Europa haciendo la parte mayor”, escribe el politólogo Fareed Zakaria en Time . Eso sucede debido a un puñado de motivos, entre ellos que Libia no es prioritaria en la agenda de Washington, pero también porque la Casa Blanca no logra resolver el hecho de que la dictadura de Muammar Kadafi ha sido funcional a sus intereses compartiendo enemigos como Irán o la brumosa guerra antiterrorista. Norteamérica, también, no tiene ya poder para involucrarse en otro conflicto bélico en un país musulmán mientras no encuentra el camino de salida de los de Irak y Afganistán El callejón de Libia, además, ha derruido las relaciones entre Francia y Alemania a niveles sin precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Nicolás Sarkozy ha buscado un extraordinario alto perfil y liderar esta ofensiva en una acción dirigida a su frente interno para buscar ganar un electorado doméstico cada vez más seducido por una vigorosa ultraderecha xenóboba y arabofóbica con vistas a las elecciones de 2012.
Esa acción calculadora enfureció a la pragmática Berlín, que pretende vigilar otros intereses más específicos debido a la voracidad de energía que tiene Alemania carente de fuentes propias e incluso de materias primas. Conviene recordar que si bien Libia produce sólo el 2% del petróleo mundial, la mitad de lo que bombea va a Italia, Alemania y Francia , en ese orden.
Es por estas entre otras razones que EE.UU. y sus aliados europeos han venido apostando que los regímenes autoritarios árabes puedan derrotar, en principio, estas revoluciones o, en su defecto, intentar luego controlar y atenuar sus efectos.
El titular del Pentágono norteamericano Robert Gates acaba de derramar en El Cairo cálidos elogios a los militares a cargo hoy del poder en Egipto y que acompañaron los 30 años de dictadura del derrocado Hosni Mubarak. En ese país hubo un referéndum el pasado fin de semana para habilitar modificaciones en la Constitución con vistas a las elecciones nacionales de setiembre. Muchos de los rebeldes que lograron el cambio histórico en Egipto y que todavía se enfrentan en la calle con las fuerzas de la represión del régimen, votaron en contra porque advierten que hay una operación para evitar una reforma más amplia.
Mientras Gates verificaba en Egipto ese decurso y alababa el rol “constructivo” de las Fuerzas Armadas, confirmó la apuesta persistente de Washington por los líderes autoritarios que aún son mayoría en la región al sostener que no hay ningún plan para detener la masacre contra la oposición en Bahréin o la sangrienta campaña que está ejecutando Abdullah Saleh en Yemen.
El caso de Kadafi no escapa a esa regla y recuerda por muchos motivos la estrategia aplicada por EE.UU. en la primera guerra del Golfo contra el dictador iraquí Saddam Hussein. El entonces presidente George Bush padre, expulsó a Saddam de Kuwait, pero no avanzó a Bagdad, lo que acabó sí haciendo su hijo una década después.
No lo hizo porque dotado de un olfato realista, Bush padre entendía que el sanguinario Saddam servía para mantener un límite a la expansión de Irán y controlar las furias internas en Irak.
La actual ofensiva militar en Libia parece tener por momentos esa impronta de castigar a Kadafi pero no tanto como para que se caiga de su palacio. O que lo haga cuando esté asegurada la transición, cuestión que por ahora parece cualquier cosa menos clara en un país corrompido hasta sus cimientos y donde no hubo nunca partidos políticos o instituciones de ningún tipo.
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