Por Carlos Girotti
El brasileño João Cabral de Melo Neto escribió el poema Muerte y vida severina entre 1954 y 1955, pero lo publicó en 1966, cuando la dictadura militar ya se había entronizado en su país. Fue Chico Buarque quien musicalizó el poema y éste se convirtió en una obra teatral que, a modo de resistencia, se estrenó ese mismo año en el Tuca, el mítico teatro de la Universidad Católica de la ciudad de San Pablo. Por la misma época, pero en la Argentina asolada por la dictadura de Onganía, un fragmento de la musicalización de Chico Buarque se conoció como El funeral del labrador, tema grabado por los cantantes Bárbara y Dick.
¿Recuerdos de melómano? No, apuntes para la memoria de este presente argentino en el que la vida le gana a la muerte.
Severino, personaje central del poema, migra de su nordeste natal porque allí, tanto él como sus semejantes, están condenados: “Y si somos Severinos/iguales en todo en la vida/morimos de la misma muerte/misma muerte severina:/que es la muerte de quien se muere/de vejez antes de los treinta/de emboscada antes de los veinte/de hambre un poco por día (…)” Para su desasosiego, en la marcha que lo conduce desde el inhóspito Agreste hasta el populoso litoral carioca, Severino continuará encontrando la omnipresencia de la muerte, hasta que el nacimiento de un niño lo proyecte, por vez primera, hacia la posibilidad de un mundo distinto. La evidente alegoría navideña del poema quizás explique cómo y por qué su teatralización pasó por entre las mallas inexpugnables de las censuras dictatoriales cuando, en verdad, se trataba de una manifestación de la resistencia. Era ésta la que latía, con su pulso vital, en todas y cada de las expresiones culturales que, a duras penas, se enfrentaban al terrorismo de Estado. Así, la obra y su música eran un llamado a la vida allí donde reinaba, con plenos poderes, la muerte desembozada. Pero era una pelea desigual y lo fue por mucho tiempo; de hecho, hace poco que en Brasil –el Brasil de Lula– se avanza aun con dificultades para desentrañar los crímenes perpetrados durante la pasada dictadura.
Aquí, en la Argentina, la muerte, transmutada en leyes de Obediencia Debida, Punto Final, indulto, agachadas de muchos jueces, complicidades políticas, maquillajes y justificaciones periodísticas, bendiciones eclesiásticas y regodeos empresarios, intentó detener a la vida. Y no lo consiguió: la vida supo cubrirse con un pañuelo blanco y abrirse camino hasta este presente cuando todo en derredor amenazaba con cerrarle el paso. La vida dejó jirones de sí misma en ese duro tránsito: Aníbal Verón, Teresa Rodríguez, Pocho Leprati, Darío Santillán, Maximiliano Kosteki, Carlos Fuentealba, Mariano Ferreyra; pero la vida construyó este momento histórico cuya potencia resignifica, de modo antitético, los fallecimientos cercanos de Néstor Kirchner y Emilio Massera, el genocida.
Ambas muertes, más allá del natural límite biológico que suponen, vienen a evidenciar los anclajes antagónicos que cada uno de estos hombres tuvieron. Mientras el deceso de Néstor Kirchner abre las puertas para la irrupción de millares de jóvenes a la política y, con ellos, a la continuidad y profundización de la época que el ex presidente democrático fundara, la muerte del dictador Massera apenas si puede motivar una variedad de discursos nostálgicos del orden y la paz de los cementerios. Es verdad que esa variedad discursiva va desde el panegírico impúdico, ensayado por el diario La Nueva Provincia, hasta la matizada reivindicación de la teoría de los dos demonios, redactada por uno de los editorialistas estrella del matutino La Nación.
Pero en ninguno de estos casos la cuestión pasa de un gesto defensivo, es el reflejo de una imposibilidad que ya está cifrada en la muerte misma del represor y que sólo puede significar que nadie puede detener el juicio y castigo a sus pares. Más aún, significa que la muerte futura de cualquier represor no lo exime de la condena social, que es uno de los rasgos distintivos de esta coyuntura argentina. Por el contrario, la muerte de Kirchner, con todo el dolor popular que inspiró, lejos de clausurar las condiciones históricas que lo convirtieron en un artífice de este momento que lleva su nombre, promovió una movilización multitudinaria cuya única traducción posible es la de perseverar en el rumbo emprendido.
Habrá que convenir, sin embargo, que lo que aquí está ocurriendo no es uno de los tantos milagros que se necesitarían para canonizar a Néstor Kirchner y depositarlo en un santoral. Su época es la confluencia de múltiples experiencias de lucha y resistencia. Si el kirchnerismo ya es un fenómeno político, social y cultural que las generaciones venideras no podrán obviar, lo es, precisamente, porque en sus genes está el peronismo como matriz identitaria de masas, pero también porque ha sabido expresar todo lo nuevo y urgente que se fue abriendo paso en esta década, aun cuando sus orígenes se remontaran al siglo pasado.
La muerte de Emilio Massera es, en términos simbólicos, la muerte de toda una etapa histórica porque esta sociedad, aun con sus inequidades a cuestas, ya ha determinado que esa etapa carece de cualquier viabilidad futura. En cambio, la muerte de Néstor Kirchner es una “muerte severina”, es la muerte de alguien a quien el pueblo reconoce como propio y en este reconocimiento vuelve a latir su propia vida.
Lejos de la necrofilia y del pensamiento religioso con los que, muchas veces, se han maniatado los liderazgos populares para neutralizar sus proyecciones históricas, esta vez se ha manifestado un pueblo dolido que, movilizado por autodesignio, reinstala con fuerza la promesa de futuro que Kirchner pronunciara en mayo de 2003.
Ni es su más afiebrado delirio, perseguido por sus fantasmas, Emilio Massera habrá podido imaginar que un día, de repente, millares y millares de Severinos llenarían calles y plazas para testimoniar que el hombre que había ordenado bajar los cuadros de los genocidas sería, a partir de ese instante, sinónimo de vida.
Fuente texto: diario Buenos Aires económico, 11 de noviembre de 2010
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