Por Eduardo Anguita
El Tordito y Adela, el reloj de la revolución
28-03-2010 /
Eduardo Anguita
Para los vecinos, éramos tres jóvenes empleados de un aserradero. Al menos se trataba de la coartada que nos servía de carta de presentación. El Tordito había hecho un muy buen berretín, como le decíamos a un escondite, en la cocina. La casa no tenía otros cuadros que nosotros tres. Las paredes estaban despojadas pero en esos metros cuadrados deambulaban muchísimos sueños. Con la adrenalina de la época, nos sentíamos verdaderos profesionales de la revolución. Y llevábamos la vida acorde a eso. Vivíamos en una zona obrera en pleno San Martín en un PH al que se accedía por un pasillo largo y desde el techo se podía saltar al amplio jardín de la casa vecina. Ideal para las contingencias de la época. Salvo las reuniones de célula o la visita de algún compañero de mucha responsabilidad, no invitábamos a nadie. Pincho y yo para vernos con nuestras respectivas compañeras teníamos que ir a otros lugares. El Tordito se aferraba a la foto de Adela, que había caído presa.
Llegó el 25 de mayo, caía la dictadura de Lanusse y salían los revolucionarios presos. Era una pequeña toma de La Bastilla para nosotros. Pincho y yo no fuimos a la casa, para que el Tordito y Adela estuvieran solos. Yo tenía mucha curiosidad por ver a una militante liberada en esa casita tan austera de la calle Lincoln. Llegué al día siguiente y Gabriel salió de la habitación, apenas sonriente. Teníamos entre nosotros un vínculo bastante marcial, no demasiado expresivo. De inmediato salió Adela, ojos negros, pelo azabache lacio, cejas fuertes, un pulóver azul de cuello volcado. Tan delgadita como sólida. Me impresionó que, al rato, se pusiera a leer la biografía de San Martín escrita por Mitre. Imagino que el libro lo había sacado de la cárcel. Ese libro estaba entre los recomendados por Santucho, un convencido de que nosotros teníamos que nutrirnos de vidas ejemplares. Se trataba nada más y nada menos que de luchar por la segunda independencia. Pensé, en ese momento, cuántas cosas tendrían ganas de hacer el Tordito y Adela, lo que significaría el reencuentro después de un año en el que ella había pasado por los atropellos, el confinamiento en el penal de Rawson. Nunca supe qué les quedó sin hacer en esos días. Eso sí, Adela quedó embarazada.
La casa de la calle Lincoln cumplía su ciclo. Nunca ningún vecino nos delató, pero con el clima que se vivía después de la asunción de Cámpora, en la verdulería nos guiñaban el ojo cómplice y los vecinos daban muchas señales de saber a qué nos dedicábamos. Nos separamos. A casas distintas, esta vez cada cual con su compañera. Esa primavera nos duró poco. A los pocos meses, el Tordito y yo, junto con otra docena de compañeros caímos presos en la toma del Comando de Sanidad del Ejército. En la cárcel, algo más de un año después, nos enteramos que Pincho moría en un enfrentamiento con la policía en Munro. La vida y la muerte sacaban las cartas del mazo sin pedir permiso. Había que acostumbrarse a que muchas veces ganaba la muerte.
Treinta y siete años después, yo llegaba a la Gare Montparnasse, una especie de Constitución inmensa, preocupado porque tenía una demora de veinte minutos. Adela me esperaba en un restorán de la estación. Nos habíamos reencontrado apenas un año y medio antes. Ella, de paso por Buenos Aires, había llamado a la redacción de Miradas al Sur y nos juntamos. Desde entonces nos vimos apenas cinco veces. Ella había partido al exilio con su hija Cecilia, que había nacido puntualmente nueve meses después de su reencuentro con el Tordito. París fue su segundo hogar, donde hizo estudios para asistente social y desde hace años trabaja en una clínica psiquiátrica.
A Adela no le pesan tanto las distancias como las ausencias. Una tarde en el penal de Rawson, cuando ya llevábamos siete años presos, el Tordito agarró la gillette –que siempre nos dejaban en unas celdas individuales donde no teníamos nada– y se quitó la vida. La relojería de esa cárcel estaba hecha para inducir a eso. Habrá sido un momento de confusión o un brote psicótico, eso no lo sé. Lo que sí puedo decir es que el Tordito era un tipo decidido. Para otros, quizá para mí mismo, esa gillette no invitaba a nada o era demasiado filosa. Vaya uno a saber.
Esa tarde en Montparnasse hacía un frío de locos. Sin embargo, al bajar del tren ví que se abría y daba tregua. Busqué con ansiedad el restorán donde Adela me esperaba. Conservaba la expresión calma que yo le había conocido al día siguiente de recuperar la libertad. Tenía el pelo corto y no se teñía las canas. Aunque parezca contrario a la edad biológica, nuestro trato resulta más fluido y natural que el de los veinte años, atravesados por el secreto propio de las luchas clandestinas.
Pedimos el plato del día, pescado con arroz, y una botella de vino de la casa. Adela me contó que Nina, la pequeña hija de Cecilia, estaba bien. Cecilia, unos años atrás, había decidido mudarse a Rosario y estudiar. Lo intentó, en realidad, por un tiempo. Al cabo de un tiempo se dio cuenta que extrañaba París, donde había vivido la mayoría de su vida. Adela me contó que Cecilia tenía muy presente la historia familiar, al punto que tanto ella como su marido, parisino, habían decidido que Nina llevara también el apellido De Benedetti junto al apellido paterno. Una manera de darle presencia a ese abuelo que tan joven había muerto en la Argentina.
Adela, en un momento, cambió el tono de la voz.
–Quiero saber qué hizo Gabriel el día en que los agarraron.
No me impresionó la pregunta. En cambio, tomé dimensión del tiempo que había pasado sin que ella hubiera podido reconstruir las últimas horas de vida en libertad del Tordito. Treinta y siete años. Le relaté lo poco que podía recordar. Ella seguía mis palabras con unos ojos que yo no alcanzaba a descifrar. Quise entender que estaba serena y orgullosa al confirmar que la conducta del Tordito era la propia de un militante revolucionario. Aquella había sido una larga noche que, sabíamos, terminaría con la rendición una vez que llegara el alba, las cámaras de televisión y un juez.
De inmediato, le pregunté si él le había dicho, antes de partir a la concentración operativa, que participaría de la toma de un cuartel.
–No. Pero un día antes se había cortado el pelo muy corto. Esa noche me costó dormirme y como no volvía puse la radio muy temprano.
El pescado con arroz estaba bien y pedimos otra botellita de vino de la casa. El bochinche del restorán, las voces fuertes de ese francés cascado y gutural, así como los rostros de algunos inmigrantes africanos servían para entender que la vida está llena de abismos, de saltos mortales.
–¿Lo ves a Invernizzi? –preguntó Adela.
Le dije que sí. Que le debía una visita por el nacimiento de su hijita. Hernán Invernizzi también había sido apresado el día en que caímos el Tordito y yo. Adela me mostró el reloj que tenía en la muñeca izquierda. Visiblemente, un reloj antiguo y de hombre. Adela empezó a contarme la historia del reloj y me parecía, al mismo tiempo, un sueño y una metáfora del sentido del paso del tiempo. El Tordito se lo había pedido prestado a Adela dos días antes del operativo. Debía confiar en la precisión de ese reloj para una jornada donde varias cosas debían salir sincronizadas.
–El reloj era de mi padre.
Se trataba de un inmigrante libanés del que Adela había heredado esos ojos negros. Aquella noche, ella no sólo había perdido al Tordito, sino también ese recuerdo de su padre. Algo sin duda mucho menor, pero irreparable.
–Hace unos años, alguien me llamó por teléfono y me dijo que Invernizzi me mandaba el reloj. Estaba intacto, seguía marcando la hora normalmente.
Normalmente. Si algo tenía y tiene esta historia no es la normalidad. Sin embargo, ese adverbio me hizo pensar que el paso del tiempo hace posibles cosas imposibles de imaginar en medio de las pérdidas. Estábamos allí, disfrutando del pescado y del encuentro. La tentación del vértigo, de saltear las décadas y volver a sentir la adrenalina de la lucha revolucionaria, estaba a la orden. Pero no hubo lágrimas ni silencios. Por el contrario, el bullicio en francés del restorán, ponía las coordenadas de distancia.
–Ya mismo lo llamo a Invernizzi –le dije a Adela.
–¿Hernán? Acá te paso con alguien que quiere saludarte.
Presencié el diálogo. En realidad, escuchaba a Adela y me detenía en sus gestos. De inmediato tuve de nuevo a Invernizzi al teléfono. No podía ocultar la sorpresa. Había recuperado el reloj cuando salió de la prisión. Trece años después, como a todos los presos, le dieron una bolsita con tres o cuatro cosas. Una era el reloj que le había dado el Tordito quien había tenido la precaución de avisarle que no lo perdiera porque era muy valioso para su compañera.
Preferí no desafiar los fantasmas. No era preciso entrar en detalles de quién había sido el emisario o cómo Invernizzi hizo para averiguar dónde estaba Adela o cómo tomar contacto con ella. Mientras estábamos pidiendo el postre recordé el día de mi libertad, también me dieron unas pertenencias. Me llamó la atención que estuviera el reloj. Un Tressa de malla metálica. Ese día, aún con la excitación de estar a la puerta de la libertad, me parecía absurdo que nos hubieran robado tantas cosas, tantas vidas, y que hubieran conservado tantos años un reloj que yo ni recordaba.
Nos despedimos en la puerta del restorán porque Adela tenía que ir hacer un trámite bancario para su hija. Adela viaja con cierta frecuencia a la Argentina. Casi siempre se toma un avión a Rawson. Una ciudad que le trae muchos recuerdos. Porque ella estuvo presa allí cuando tenía veinte años. Adela se queda apenas un día. El tiempo suficiente para comprar flores y acercarse a la tumba del Tordito. Tendrá muchas cosas para preguntarle. Debe tener la tranquilidad de saber que fue un hombre cabal, de una entrega extraordinaria. Adela me dijo que la pequeña Nina salió muy De Benedetti. Qué bueno.
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