jueves, 17 de septiembre de 2009

EL GORDO COOKE

.

"Nunca he visto otro hombre más vivo que éste"

Un 19 de septiembre de 1968 moría de cáncer John William Cooke

Por José Pablo Feinmann

No era lejos. En menos de cinco minutos estábamos allí. Antonio, a todas vistas urgido, abrió la puerta y se bajó con la renoleta todavía en movimiento. Giró levemente, me miró y me hizo un vago gesto con su mano derecha. Y dijo: "Te veo adentro". La renoleta se detuvo y yo también bajé. Un compañero -el que había conducido, creo- me dijo: "Seguime". Y así entré en la casa de los mecánicos. Así entré en la casa de la calle 27 de Abril. Todo tenía para mí el esplendor de lo inesperado, de lo nuevo. El corazón me latía con mucha fuerza, sus golpes eran incesantes. Abruptamente pensé: son como los de un timbal que anuncia grandes sucesos. Allí, en esa casa, en la casa de los mecánicos, en la casa de la calle 27 de Abril, estaba René Rufino Salamanca. Y con él, qué duda podía caber, estaba John William Cooke. Allí, entonces, estaba la Historia. Entré.

Cuando por fin encontré un lugar en la mesa advertí que me hallaba lejos de Salamanca, lejos de Cooke. No obstante, podía, con algún esfuerzo, escucharlos. Los compañeros habían traído vino de damajuana y empanadas. Cooke comía y hablaba a la vez. Y las dos cosas, abundantemente. Pasaba con él eso que pasa con los gordos: se los ve más gordos cuando comen. Pero la gordura de Cooke no era la de cualquier gordo. Era la de Cooke. Quiero decir: simbolizaba todo cuanto había en él de exuberante, de desmesurado. Lo engordaban sus ideas, sus convicciones incontenibles, sus pasiones. Ahora, un hilo de aceite denso, amarillento, se deslizaba desde sus labios hasta perderse entre su barba. Entonces, recuerdo, pensé: nunca he visto a un hombre más vivo que éste.

Algunas frases me llegaban. No todas, pero, creo, las suficientes. Salamanca le decía Gordo a Cooke, como le decían sus amigos y también como, entre ellos, le decían los militantes. Cooke le decía Salamanca a Salamanca, no le decía René ni Rufino, le decía Salamanca. Y, con frecuencia, los dos se decían compañero.

Sin embargo, pese a que Salamanca le decía Gordo a Cooke y pese que Cooke le decía Salamanca a Salamanca, era Cooke quien más hablaba, era Cooke quien bajaba línea, era Cooke quien parecía tratar, digamos, paternalmente a Salamanca. Y no era casual: Cooke tenía una vasta historia a sus espaldas. Había sido diputado bajo el gobierno de Perón, había sido interventor del Partido Justicialista en el tórrido mes de junio de 1955, cuando el gobierno peronista era desplazado por la reacción oligárquica, había sido representante de Perón durante los primeros años del exilio del general, había tramado el pacto Perón-Frondizi, había estado en Cuba, con Fidel, había sido amigo del Che, y ahora estaba aquí, en la calle 27 de Abril, en la casa de los mecánicos, y hablaba con René Rufino Salamanca, y comía empanadas, y se bebía ese vino oscuro de damajuana, y exudaba vida.

Y entonces Salamanca (porque aquí estamos, ¿no?: con Cooke y Salamanca hablando, diciéndose frases que a veces llegan a mis oídos, y a veces no), como si anunciara la más meditada de sus frases, el más hondo de sus cuestionamientos, le sirvió a Cooke un abundoso vaso de vino, tan abundoso que dejó vacía la damajuana, y que hizo de esta damajuana vacía un símbolo: el de una conversación que llega a sus instantes culminantes, finales, que agota su alcohol, que extrema, consumiéndose, su fuego.

"Mirá, Gordo", dijo Salamanca, "el problema es éste: los obreros son peronistas, pero el peronismo no es obrero". Luego de los cual, es decir, una vez oída esta frase, Cooke se llevó a los labios el abundoso vaso de vino que Salamanca le había servido y se lo bebió hasta más allá de la mitad. El silencio, según suele decirse, podía cortarse de un tajo, allí, en la casa de los mecánicos, en la calle 27 de Abril, tanta era nuestra expectación. Cooke apoyó con fuerza el vaso de vino sobre la amplia mesa y le echó una mirada rápida al flaco Marimón, como si dijera: "¿Durante cuanto tiempo te pensaste esa frase, pibe?". Y por fin dijo, mirándolo a Salamanca dijo: "Si el peronismo fuera obrero como los obreros son peronistas, la revolución la haríamos mañana mismo". "Y si, claro", dijo Salamanca. Y apoyó un codo sobre la mesa y también apoyó su rostro sobre su mano derecha. Así, se acarició reflexivamente una barba hirsuta que le había crecido durante el día. Entonces dijo: "Tenemos que conducir la clase obrera al encuentro con su propia ideología, compañero. Que no es el peronismo". "Estás equivocado", dijo Cooke con una convicción casi tangible. "Eso es ponerse afuera de los obreros. Eso es hacer vanguardismo ideológico, Salamanca. Recordá lo que aconsejaba el barbeta Lenin: hay que partir del estado de conciencia de las masas. ¿Está claro, no? La identidad política de los obreros argentinos es el peronismo. No estar ahí, es estar afuera".

"Bueno compañero", dijo Salamanca, "entonces nosotros estamos afuera. Afuera del peronismo y sobre todo afuera de la conducción de Perón". Cooke sonrió entre alegre y sarcástico. Agarró el vaso de vino, que ya no era abundoso, pues, según he dicho se lo había bebido hasta más allá de la mitad, se lo llevó a los labios y ahora se lo bebió hasta la última gota. Otra vez lo apoyó con fuerza sobre la mesa y dijo: "No hay caso entre ustedes y Perón, ¿eh? Cómo les jode, che. ‘Bonapartista’. ‘Nacionalista burgués’. O si no, lo peor: ‘fascista’. Si, ya se. Vos no le decís ‘fascista’, Salamanca. Sos más sutil que eso". Lo señaló al flaco Marimón y añadió: "Tu asesor también. Lo de ‘fascista’ se lo dejan a la derecha. Al diario de los Mitre. Ustedes son diferentes. No dicen ‘fascista’. Pero dicen lo que ya dije, ¿no? ‘Bonapartista’. ‘Nacionalista burgués’. Distintas formas de decir la misma cosa, Salamanca. Que Perón no representa los verdaderos intereses de la clase obrera. Que la clase obrera tiene un líder y una ideología burgueses. Bueno, mirá, escuchame bien". Entonces Cooke apoyó sus dos codos en la mesa, unió sus manos formando una capilla y, sobre ellas, sobre esas manos de dedos gordos pero fuertes, según lo he dicho, macizos, apoyó su barba y el mentón. Créanmelo, insisto: ahora, el silencia, todavía más que antes, podía, según suele decirse, cortarse con un tajo. Entonces Cooke dijo: "Me cago en Perón, Salamanca". Agarró de nuevo su vaso, lo golpeó contra la mesa dos o tres veces y dijo: "Más vino aquí".

Alguien hizo aparecer una veloz damajuana y le llenaron el vaso hasta el borde. Cooke se tomó un buen trago, apoyó otra vez el vaso sobre la amplia mesa, miró fijamente a Salamanca y dijo: "No sé si he sido claro, compañero". Salamanca se adueñó de la damajuana y se sirvió vino. No bebió, pero lanzó una risa inesperada y sonora. Súbitamente aliviados, todo reímos con él. ¿No era acaso maravilloso oírle a Cooke "Me cago en Perón"? ¿Hasta dónde llegaría la osadía teórica de ese hombre excepcional? Porque nadie dejó de entenderlo: "Me cago en Perón" no era un insulto. Era una afirmación teórica. No sé si me entienden. En labios de John William Cooke, eso, Me cago en Perón, era una valiosa afirmación teórica, de la cual nosotros, allí, en la casa de los mecánicos, en la calle 27 de Abril, acabábamos de ser los afortunados testigos. De aquí la risa inesperada y sonora de Salamanca. De aquí nuestra propia risa. Que volvió a estallar y que esta vez no sólo fue alegre y sonora sino también mordaz cuando v dijo: "Nosotros también, Gordo. Nosotros también nos cagamos en Perón". Y luego, cuando se hubieron sosegado nuestras risas, añadió: "Parece que estamos más de acuerdo de lo que creíamos". Lo cual no fue aceptado por Cooke, ya que dijo: "No, compañero. No estamos de acuerdo. Porque ustedes se cagan en Perón de una manera y yo y los peronistas como yo de otra.

Porque, para ustedes, compañero, cagarse en Perón es quedarse afuera. Afuera de Perón y de la identidad política del proletariado. Mientras que para nosotros, cagarnos en Perón, es rechazar la obsecuencia y la adulonería de los burócratas del peronismo. Es reconocer el liderazgo de Perón, pero no someternos mansamente a su conducción estratégica. Para nosotros, Salamanca, para mí y para los peronistas como yo, para los peronistas revolucionarios, cagarnos en Perón es crearle hechos políticos a Perón, aun al margen de su voluntad o del que sea su propio proyecto. Para nosotros, Salamanca, para mí y para los peronistas como yo, para los peronistas revolucionarios, cagarnos en Perón es creer y saber que el peronismo es más que Perón. Que Perón es el líder de los trabajadores argentinos, pero que nosotros, los militantes de la izquierda peronista, tenemos que hacer del peronismo un movimiento revolucionario. De extrema izquierda. Y tenemos que hacerlo le guste o no le guste a Perón. Porque si lo hacemos, compañero, a Perón le va a gustar. Porque Perón es un estratega y un estratega trabaja con la realidad. ¿Entendés, Salamanca? Y nosotros le vamos a crear la realidad a Perón. Una realidad que, más allá de sus propias convicciones que son muy difíciles de conocer, Perón va a tener que aceptar. Porque Perón, Salamanca, ya no se pertenece. Quiero decir: lo que no le pertenece es el sentido político último que tiene nuestra historia. Porque Perón, Salamanca, va a tener que aceptar lo que realmente es, lo que el pueblo hizo de él: el líder de la revolución nacional y social en la Argentina.

Ésa es, entonces, compañero, en suma, mi manera de cagarme en Perón". Y cuando Cooke hubo dicho esto, cuando Cooke hubo terminado de largarse esa parrafada, el silencio, allí, en la casa de los mecánicos, en la calle 27 de Abril, era otra vez como ya he dicho que era, es decir, el silencio, ahora, otra vez, podía cortarse con un tajo. Cooke respiró hondo, buscando un aire que necesitaba luego de todas esas palabras que le había arrojado a Salamanca, se recostó pesadamente sobre su silla, cruzó sus brazos sobre su abdomen y se quedó así, tranquilo, como en reposo, mirando fijo a Salamanca, a la espera.

El flaco Marimón se había apartado levemente de Salamanca, es decir, ya no se lo veía inclinado sobre el líder de los mecánicos, sobre el hombre que poseía el don de atraer las vibraciones y convertirlas en acontecimientos, en René Rufino Salamanca, sino que, tal como lo he dicho, ahora se lo veía apartado, o, quizá, más precisamente, se lo veía más inclinado sobre Cooke que sobre Salamanca, pues lo miraba con una fascinación que se le adivinaba pese a sus anteojos densos y con una sonrisa que era casi de gratitud, un reconocimiento hondo, verdadero, y que se abría espacio entre su barba bien recortada pero espesa de ideólogo cordobés y revolucionario. Y entonces Salamanca tajeó el silencio porque dijo: "Mirá Gordo, aunque vos te cagues en Perón de una manera y nosotros de otra, ya sé que estamos en la misma trinchera". Hizo una breve pausa y añadió: "En el mismo lado de la lucha, compañero"Entonces alguien tajeó definitivamente el silencio y gritó: "¡Viva el compañero Cooke!". Y otro gritó: "¡Viva el peronismo revolucionario!". Y un gordo enorme, mucho más alto y más gordo que Cooke, un mecánico, un hombre de la calle 27 de Abril, un morocho a quien todos, coherentemente, le decían negro, un morocho que se llamaba como Salamanca, pero no René, sino Rufino, es decir, que tenía el más sonoro y el más viril de los dos nombres de Salamanca, el negro Rufino, entonces se trepó a una silla con una agilidad que en él era un desatino, elevó su brazo, cerró su puño, lo hizo girar vertiginosamente y con toda su alma gritó: "¡Viva Perón, carajo!".

[Fragmento de La astucia de la razón]

2 comentarios: