Haz el amor y no la guerra fría
Markus Wolf pasó a la historia por perfeccionar el
uso del sexo en el espionaje. El agente de la Stasi ideó la estrategia
Romeo, un cuerpo especial de espías masculinos que sedujeron a las
secretarias de la RFA para obtener información.
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El ser humano ha usado el
sexo como arma de espionaje desde que decidió librar sus diferencias con
sus congéneres mediante la guerra. Con el paso de los años, los
Gobiernos y sus servicios secretos han ido puliendo el método, pescando a
agentes a uno y otro lado de sus fronteras con diversos anzuelos: desde
la ideología hasta el dinero, aunque también han abundado los chantajes
y las amenazas. Espiar para quién fuese resultaba más apetecible que
dar con los huesos en la cárcel o que pagar con la propia vida o la de
la familia.
Luego está el amor, pero si lo prefieren lo pueden
llamar sexo: ésa era la técnica usada por algunas agencias de
inteligencia para ampliar su red de agentes. Las incautas víctimas
pasaban a ser espías, muchas veces inconscientemente. Cuando se
enteraban de su traición a la patria, ya era tarde, porque el corazón —o
el órgano de turno— podía más que la cabeza. Ha habido mujeres que se
han acostado con hombres, y viceversa; hombres con hombres; mujeres con
mujeres, y cualquier otra relación que se les pase por la mollera. A los
espías había que buscarlos dentro de la cama, no debajo de ella.
David Lewis, autor de Sexpionage: The exploitation of sex by Soviet intelligence Hardcover,
explicaba en 1976 cómo el KGB entrenaba a agentes para colarse entre
las sábanas ajenas. Luego, las víctimas eran fotografiadas en plena
faena y extorsionadas: si no colaboraban, su pareja y sus jefes —al
frente de embajadas, organismos internacionales y agencias de
inteligencia— recibirían unas imágenes subidas de tono. Un método
simplón si lo comparamos con el sofisticado plan que llevó a cabo Markus Wolf
durante la Guerra Fría: el jefe de los servicios secretos de la Stasi
en el extranjero creó un cuerpo especial de espías masculinos para
seducir a las secretarias de la República Federal Alemana (RFA),
convencido de que algunas tenían acceso a información confidencial tanto
de las instituciones como de sus jefes.
El programa o estrategia Romeo respondió a las
necesidades de la época. Entre ellas, la mortandad durante la Segunda
Guerra Mundial, que diezmó la población masculina. Wolf pensó entonces
que el mejor caballo de Troya para hurgar en los despachos de los altos
cargos occidentales establecidos en Bonn, la capital occidental, eran
sus oficinistas. Aunque antes, para reclutarlas, sus hombres debían
seducirlas. Su perfil: un tipo bien parecido, alrededor de los cuarenta,
que despierta confianza y, sobre todo, muestra preocupación por su
pareja. Así los describía Herbert Hellenbroich, jefe del Servicio Federal de Inteligencia (BND), el equivalente a la Stasi en la Alemania capitalista.
Al principio, la labor de los agentes era ganarse a
las secretarias, hasta convencerlas de que eran fieles e inseparables.
Luego ya vendrían las peticiones, o sea, revelar el contenido del
material sensible y clasificado que pasaba por sus manos. Los espías
solían mentir e incluso actuar bajo bandera falsa, es decir, aseguraban
trabajar para los servicios secretos de potencias occidentales, lo que
no despertaba recelos. Por ejemplo, Margarethe Lubig, secretaria
en el Ministerio de Defensa, fue captada por un espía danés que se hacía
pasar por periodista, a quien le facilitó material clasificado con la
excusa de que la OTAN estaba ninguneando a su país al privar de
información a un Estado miembro.
En realidad, era un actor de la RDA, Roland Gandt,
quien la exprimió durante un cuarto de siglo, obteniendo el jugo tanto
del cuartel general de la Alianza Atlántica en Fointenebleau como de la
delegación alemana en Roma. Lo cuenta Nigel West en Historical Dictionary of Sexspionage, donde subraya que previamente había engañado a su hermana mayor, Marianne Lenzkow,
quien ejerció como gancho. El caso ilustra la sofisticación de la
puesta en escena: como la católica Margarethe tenía remordimientos y
sentía la necesidad de confesarse, la Stasi programó un viaje a
Dinamarca para que pudiese purgar sus pecados. Por supuesto, el cura, el
jefe y la madre de Gandt eran agentes comunistas, si bien ella se quedó
tranquila con la absolución y siguió pasando documentos.
Al borde de la jubilación, se descubrió el petate y
estuvo diecinueve meses en libertad condicional, mientras que su hermana
falleció antes de poder sentarse en el banquillo del tribunal que la
iba a juzgar en Düsseldorf. Gandt la excusó ante el juez, aunque durante
años no había tenido escrúpulos. Los espías jugaban con los
sentimientos sin importarle las consecuencias, por lo que llegaron a
casarse con algunas de sus víctimas en ceremonias auténticas y falsas.
Es más, el matrimonio era utilizado como un arma cuando el romeo revelaba o la secretaria descubría su misión o identidad. Como confirmó Herbert Hellenbroich tras dejar el Servicio Federal de Inteligencia (BND), ese chantaje era recurrente: o me pasas información o no hay boda.
Hasta que la detuvieron, Gabriele Kliem
tampoco se imaginaba que su novio era un espía de la Stasi. Alto, rubio,
ojos azules y físico de profesión: o sea, perfecto para esta traductora
e intérprete de la Embajada de Estados Unidos en Bonn, quien lo había
dejado recientemente con un profesor de matemáticas. Sin embargo, nada
era casualidad: ni su trabajo, ni su planta. El espionaje comunista
había tallado a Frank Dietzel con las medidas adecuadas para
conquistarla. Primero, un ojeador se fijó en ella. Luego, investigaron
su vida privada. Finalmente, el romeo se empotró en su día a día.
La primera vez que lo vio fue en un parque de la capital federal en
1977. Ella esperaba por un amigo y allí se presentó Dietzel con una
excusa: lo había enviado su colega porque estaba enfermo, pero él mismo
se ofrecía a cenar con ella.
Kliem le detalló a la periodista del Guardian
Linda Pressly cómo había caído en la trampa: “Bonn era una ciudad muy
tranquila. A las traductoras y secretarias no nos invitaban a los actos
sociales de carácter oficial. Además, las mujeres casadas nos miraban
con recelo. Entonces era casi imposible encontrar un novio y, si lo
conseguías, resultaba extremadamente difícil conservarlo. Había
demasiados riesgos y mucha competencia”. Wolf, convencido de que podía
extraer más información de una secretaria que de varios oficiales, afinó
el método. Pressly asegura que sus cartas de amor eran analizadas por
psicólogos de la Stasi para jugar con sus sentimientos y hacerle
más daño si cabe. “Para ellos fui peor que una rata de laboratorio”, se
lamentaba la intérprete, quien después de siete años de relación se
cansó de esperar. Lo veía sólo una vez al mes y, tras encontrar a otra
persona, dejó al romeo y se casó.
Los espías lo sabían todo sobre sus víctimas,
personas vulnerables porque recientemente habían roto con su pareja,
sufrido la muerte de un ser querido o carecían de habilidades sociales.
Pero no todos eran como Frank Dietzel, quien tenía una esposa en
la RDA a la que le enviaba los regalos que le hacía Gabriele: “Las
mujeres no buscaban chicos guapos. Lo más importante para ellas era su
galantería pasada de moda y que las agasajasen con flores, vinos y
cenas. Y, sobre todo, que las escuchasen. Los hombres no suelen hacerlo,
por lo que les resultaba muy atractivo. El sexo no era tan importante”,
le explicó a Pressly la escritora Marianne Quoirin, que plasmó su investigación sobre los romeos en el libro Agentinnen aus Liebe.
Como Margarethe Lubig o Gabriele Kliem, unas
cuarenta mujeres fueron juzgadas por espionaje en la República Federal
Alemana, si bien no sé sabe cuántas pasaron información al otro lado del
Muro. El agente Gerhard Beier llegó a engañar a cinco funcionarias a un tiempo, algo que no les extrañará si han visto El mismo cielo, Deutschland 83 o The Americans, aunque en este último caso el romeo y la julieta son rusos y trabajan para el KGB. Las series han tomado el testigo del género a las novelas de John Le Carré y, al rebufo de la fiebre del espionaje retro, Rusia ha contraatacado con Adaptation, la otra cara del rublo de Archer o de la propia The Americans.
La ficción, en este caso, no ha superado a la realidad. En el Historical Dictionary of International Intelligence, Nigel West relata cómo Wolf consiguió meter a un topo en la Cancillería de Konrad Adenauer.
Su nombre en clave era Félix y se hacía pasar por un vendedor a
domicilio de productos de belleza. Así sedujo a una de sus secretarias y
obtuvo información hasta que la contrainteligencia comenzó a sospechar
de él. Pese a que se vio forzado a salir de escena, sus informes fueron
valiosos para captar a una empleada del secretario de Estado Hans Globke.
El encargado de seducirla fue una de las estrellas de la estrategia
Romeo, Hans Stöhler, un antiguo piloto de la Luftwaffe que se hizo pasar
por agente inmobiliario.
Gudrun, nombre en clave de la chica, fue
reclutada como espía. Aunque pensaba que trabajaba para el KGB, pasó
información hasta que Stöhler enfermó y regresó a su tierra, donde
falleció. Antes, el superromeo había captado a Dagmar Kahlig-Scheffler, quien trabajaba en la oficina personal del canciller Helmut Schmidt. Cuando fue detenida y registraron su casa, se encontraron con notas que había tomado su jefe durante una conversación con el premier James Callaghan sobre una discusión con el presidente estadounidense Jimmy Carter.
No obstante, también hubo topos que fueron captados
en el exterior y luego se infiltraron en la madriguera. Gabrielle Gast
conoció a Karl-Heinz Schneider cuando terminaba su doctorado
sobre la Ciudad de Karl Marx [actualmente Chemnitz] y, bajo su guía, se
presentó a un puesto en la sede del BND en Pullach. No sólo logró
entrar, sino que se convirtió en la especialista en el bloque comunista,
hasta que tres años después un desertor la traicionó. Sólo sabía que la
Stasi había empotrado a una mujer y que ésta tenía un hijo adoptivo
discapacitado, dos datos que fueron suficientes para arrestarla.
La inglesa Helen Anderson entró a trabajar en
una base americana en Berlín para robar archivos clasificados de la
OTAN para Dietmar Schumacher, quien se hacía pasar por un pacifista
llamado Olaf. Y Helge Berger le pasó miles de documentos durante seis
años a Peter Krause, protagonista de otra operación de bandera
falsa, pues se hacía pasar por un sudafricano que trabajaba para el
servicio de inteligencia británico.
Hay muchos más casos, pero valgan estos como ejemplo
del programa desarrollado por Markus Wolf, quien reconocía en sus
memorias que nunca se habría imaginado lo provechoso que resultaría su
plan. “Si paso a la historia, será por haber perfeccionado el uso del
sexo en el espionaje”, escribe en El hombre sin rostro, como se
le conoció durante dos décadas. “Estaba equivocado”, declaró durante la
promoción de sus memorias, ya retirado. "Nadie tiene el derecho a
destruir la vida de una persona inocente”. Tardó tanto tiempo en darse
cuenta del daño que había causado como los servicios secretos
occidentales en ponerle cara.
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