Benjamín
Prado*
Assange, Snowden o Falciani son los
Salman Rushdie de Occidente
Hay palabras que merecen una segunda oportunidad. Por ejemplo: chivato. Un
adjetivo al que suelen recurrir quienes abusan de otros para así tergiversar sus
acciones y cambiar las culpas de bando, de manera que la víctima se convierta en
alguien despreciable: un delator.
Creo que en este mundo en el que el poder lucha a sangre y fuego por
controlar no solo la economía y la política, sino también la información y las
conciencias, hay que mirar con la misma lupa la palabra traidor: ¿qué son, por
ejemplo, el fundador de WikiLeaks, Julian Assange o el antiguo espía de los
servicios secretos norteamericanos Edward Snowden, que han dado a conocer miles
de documentos secretos que demuestran cómo Estados Unidos investigaba a sus
aliados y torturaba a sus enemigos de guerra? ¿Y el informático Hervé Falciani,
un empleado del banco HSBC que desenmascaró a miles de evasores que escondían su
dinero negro en Suiza? ¿Son héroes o bandidos? ¿Merecen la cárcel o una estatua?
En España se les castiga con el despido, que es lo que acaba de obtener el
subdirector de la Concejalía de Empleo de la Comunidad de Madrid por denunciar
ante sus superiores una estafa de 15 millones de euros llevada a cabo por la
patronal de la región.
En inglés, al que revela ese tipo de secretos se le denomina whistleblower,
es decir, es quien toca un silbato y alerta a la sociedad de un abuso o un
delito cometidos por la organización para la que trabaja. Sin embargo, Assange,
Snowden y Falciani viven en el exilio, se los considera renegados y alguno está
en busca y captura. Son los Salman Rushdie de Occidente. Sobre ellos han corrido
ríos de tinta envenenada, pero aunque no los moviera el simple altruismo, ¿no
habría que felicitarse igual porque hayan sacado a la luz toda esa
oscuridad?
El traidor es siempre el malo de la historia, desde Judas Iscariote, cuyo
nombre proviene del latín sicarii, un término que designaba a los judíos que
ocultaban entre sus ropas una daga, o sica, para apuñalar por la espalda a los
invasores llegados de Roma. Y eso es lo que consideran a Assange, Snowden o
Falciani quienes los persiguen: mercenarios, antipatriotas, desertores que se
han vendido por treinta monedas al mejor postor: sicarios. En su país, a Snowden
o a la soldado Manning, que fue quien le dio a Assange los diarios de la guerra
de Afganistán e Irak, se los ve como versiones contemporáneas del general
Arnold, que durante la Guerra de la Independencia le entregó a los ingleses las
llaves de West Point, y a algunos les gustaría mandarlos a la silla eléctrica
como hicieron en plena Guerra Fría con los Rosenberg, el matrimonio acusado de
venderle fórmulas nucleares a la Unión Soviética: Snowden solicitó vigilancia
cuando, según su abogado, supo que un portavoz del Pentágono confesó a algunos
periodistas que le gustaría “meterle una bala en la cabeza”. Tal vez esa frase
no es lo que aquel hombre dijo, pero sí lo que muchos piensan: según las
encuestas, el 61% de los estadounidenses se opone a su indulto.
¿Qué ocurrirá con Assange o Snowden? Quizá el tiempo los convierta en
campeones de la verdad, igual que a Daniel Ellsberg, el analista de las Fuerzas
Armadas que le dio al New York Times la documentación que probaba que casi todo
lo que Washington contaba sobre la guerra de Vietnam era mentira; o William Mark
Felt, dirigente del FBI y la famosa garganta profunda del Watergate, que filtró
a la prensa los datos que se necesitaban para desenmascarar al presidente Nixon.
Ambos fueron rehabilitados y se los consideró dignos de gratitud, pero tal vez
hoy eso sea más difícil de lograr, dado el nivel de obediencia debida que los
partidos políticos le exigen a sus miembros, también en España, donde la
disidencia y hasta el matiz se consideran un acto de indisciplina y todo lo que
no sea una firma en blanco deja de ser una opinión para ser una escisión. La
heterodoxia es lo contrario del sometimiento.
En su libro Elogio de la Traición, Denis Jeambar e Yves Roucaute escriben
que en el ámbito de la política “la traición es la expresión superior del
pragmatismo que evita las fracturas y garantiza la continuidad democrática al
flexibilizar en la práctica los principios preconizados en la teoría”; aseguran
que no cometerla “es desconocer los espasmos de la sociedad y las mutaciones de
la historia”; y sostienen que ese es el modo de adaptarse a la voluntad de los
pueblos y que quienes se oponen a cualquier clase de cambio son los tiranos.
Pero también es un atajo al cinismo que caracteriza a quienes incumplen sus
programas electorales y, recurriendo a una paradoja que suena a insulto a la
ciudadanía, a su forma de mentir lo llaman ser realistas.
Este es un mundo hipócrita y los mismos que califican de traidores a
Assange o Snowden, ofrecen recompensas millonarias a quien señale el escondite
de sus adversarios, como ocurrió con Sadam Husein y Bin Laden; o aprovechan la
documentación que Falciani puso sobre la mesa para multar al HSBS con 2.000
millones de dólares por blanqueo de capitales. Otros lo consideran, como mínimo,
un mal necesario, hasta tal punto que Snowden ha sido propuesto como candidato
al Nobel de la Paz. Quizás es que las banderas hay que defenderlas o no, según
lo que escondan debajo. Votar es la mitad de la democracia; la otra mitad es el
derecho a saber.
*Benjamín Prado es escritor. En
sección Tribuna, de El País, 28.02.14
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