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Por Eduardo Anguita
Aquella vez, además de los errores cometidos, hubo muchos intereses poderosos que ayudaron a torcer el rumbo para que llegara la trágica dictadura cívico-militar que destruyó la trama de solidaridad social y la industria nacional y profundizó la colonización cultural.
Un martes 5 de junio, como hoy, pero hace 39 años, el Patio de las Palmeras de la sede de la Policía Federal, en la calle Moreno, estaba alborotado. Un joven ministro del Interior, de apenas 34 años, que no era de La Cámpora, pero que sí lo había puesto en funciones Héctor José Cámpora, les decía a los uniformados cuál era su misión. “Es habitual llamar a los policías guardianes del orden. Así seguirá siendo. Pero lo que ha cambiado profundamente es el orden que guardan. Y en consecuencia, la forma de hacerlo.
Un orden injusto, un poder arbitrario impuesto por la violencia, se guarda con la misma violencia que lo originó. Un orden justo, respaldado por la voluntad masiva de la ciudadanía, se guarda con moderación y prudencia, con respeto y sensibilidad humana”, decía Esteban Righi, abogado penalista y peronista. El gobierno de Cámpora llevaba once días, se había iniciado con la amnistía a todos los presos políticos y algunos de ellos, como Carlos Caride y Envar “Cacho” El Kadri –resistente de la guerrilla de Taco Ralo–, escuchaban atentamente las palabras de Righi.
“Existen todavía hábitos, reflejos que inducen a actuar como si nada hubiera cambiado. Formas de comportamiento que se consideran normales simplemente porque hace muchos años que no se conocen otras. Dentro de la estructura de sometimiento que el pueblo padeció en los últimos años, las fuerzas policiales fueron puestas en un difícil papel. Esta realidad la conocen bien los hombres de la policía, que han corrido todos los riesgos, que han debido hacer todos los sacrificios, en la primera línea de fuego, como brazo armado de un régimen cruel e inhumano. Encerrados dentro de las comisarías y rodeados de vallas fueron alejados del pueblo, sin desearlo ni buscarlo. También ellos serán beneficiados con el fin de la dependencia y el comienzo de la liberación. Tendrán nuevas obligaciones que deberán cumplir ineludiblemente. Pero tendrán también los derechos que en estos años habían perdido”, seguía el ministro que enumeró la mejora de salarios y los planes de vivienda que el gobierno popular iba a darles.
Es difícil saber si Nilda Garré leyó el discurso –histórico– de Righi en los días siguientes al 10 de diciembre de 2010, el día en que Cristina Fernández de Kirchner la puso al frente del Ministerio de Seguridad tras la violenta represión en el Indoamericano, cuando la Federal y la Metropolitana cargaron a mansalva contra pobres y se llevaron dos vidas. Una cosa es segura: a principios de junio del ’73, una muy joven Garré había estrenado la banca de diputada nacional por la Capital y, al igual que Righi, eran parte de lo que Juan Perón había bautizado “juventud maravillosa”.
El enjuto Righi seguía su discurso sin perder la calma y ante la mirada atenta de unos centenares de oficiales azules acostumbrados a la represión salvaje y a las torturas: “La sociedad argentina ha padecido muchos agravios en estos años terribles que acaban de concluir. Todos hemos perdido mucho. Todos hemos sufrido. El país que recibimos carece de cosas imprescindibles. Faltan escuelas. Faltan viviendas. Faltan hospitales. Es natural y comprensible que la presión tan duramente contenida se escape ahora con ímpetu. Que se manifiesten pedidos y demandas sectoriales. El gobierno del pueblo lo juzga legítimo. Afirmamos lo que dijeron sus candidatos durante la campaña electoral. Nuestra terapéutica es reconstruir. No reprimir.”
Uno de los tipos con más poder dentro de la Federal era Alberto Villar, que unos meses antes, en el velorio de varios fusilados en la Base Naval de Trelew, había derribado la puerta de la sede del justicialismo en Avenida La Plata y Rivadavia con la temible Guardia de Infantería. Otros de los presentes habían formado parte de las tareas de “inteligencia”, pero Righi tuvo la precaución de suprimir, un rato antes del discurso, el perverso Departamento de Informaciones Policiales Antidemocráticas y había ordenado la quema de fichas de informaciones de militantes, entre ellos las de Caride y El Kadri.
“Hay tensiones acumuladas –decía el joven ministro– y habrá conflictos. Lo sabemos y no nos asusta. Es imposible restaurar en pocos días todo lo destrozado en tantos años. La función policial no será combatir esas manifestaciones. Sólo encauzarlas, ponerles razonables límites, impedir desbordes. Los hombres de la policía pueden sentirse aliviados. Ahora nadie pretende que de sus armas deba salir la solución a los conflictos. Los grandes movimientos de la sociedad y los cambios revolucionarios que en ella se irán produciendo, apaciguarán esas pasiones. Conseguirán canalizar todas las energías hacia la ardua tarea de construir una Argentina justa, libre y soberana. ¡Cómo vamos a ordenar reprimir al pueblo, si suyo es este gobierno y en su nombre y por su voluntad actuamos!”
Cerca de Righi estaba el general retirado Heraclio Ferrazzano, un veterano del GOU, aquel grupo de oficiales cuya estrella empezó a brillar con fuerza en el firmamento a partir del 4 de junio del ’43, cuando una movida militar ponía fin al ciclo de la Década Infame. Ferrazzano, con la venia de Perón, quedaba al frente de la Policía Federal. “Las reglas del juego han cambiado –finalizaba Righi–. Ningún otro atropello será consentido. Ninguna vejación a un ser humano quedará sin castigo. El pueblo ya no es el enemigo, sino el gran protagonista. Esa es nuestra convicción y nuestra mejor garantía. Seamos dignos de ella.”
Por aquellos días, la Casa Rosada se inundaba de jóvenes militantes, cosa que espantaba al diario La Nación, tan preocupado por la falta de militares y banqueros en la sede presidencial. Algo similar sucede ahora, tantos años después, cuando publican indignados que un diputado nacional de La Cámpora “atiende en un despacho de la Rosada”. Y lo mismo pasó cuando Nilda Garré decidió cambiar el nombre de la sede de la escuela de suboficiales. Hasta hace poco llevaba el nombre de Alberto Villar, cuya vida terminó en manos de un comando montonero porque era uno de los jefes de la Triple A. Pero para no restarle dramatismo a aquellos años, su jefe era José López Rega, que por esos días era ministro de Bienestar Social. Las luchas internas existían, no sólo por las pasiones de la política, sino también por una real disputa de proyectos de país. Por eso, hacer memoria no es sólo recordar la valentía de los protagonistas de ayer –y de hoy– sino también se necesita memoria para poner en valor lo ambicioso del proye cto iniciado en mayo del ’73.
Otro ministro, el de Economía, José Ber Gelbard, anunciaba las medidas económicas, a través del “Compromiso para la reconstrucción nacional, la liberación nacional y la justicia social”, al que todos llamaban “Pacto Social”. Los jubilados recibían un aumento del 18% y los pensionados del 23 por ciento. Todos los sueldos aumentaban 200 pesos y las asignaciones familiares se incrementaban en un 40 por ciento. El salario mínimo pasaba a ser de 1000 pesos. Para los que por estos días viven con la fiebre del dólar, 1000 pesos eran 100 dólares de entonces. Una serie de medidas, drásticas, llevarían la participación de los asalariados en la renta nacional del 36 al 47% cuando el Pacto Social cumpliera cinco años. Era, ni más ni menos, una vuelta a la participación activa del Estado en la redistribución de los ingresos a favor del pueblo.
El plan contemplaba la construcción masiva de viviendas con financiamiento a largo plazo como herramienta de justicia social y de estímulo a la economía. Gelbard buscaba inflación cero para que el aumento de precios no se comiera los aumentos. El miércoles 13 de junio los diarios incluían una solicitada para anunciar los nuevos precios máximos. Asado, queso Mar del Plata, galletitas criollitas, azúcar, yerba. Los comerciantes no podían pasarse de la raya porque un ejército de inspectores salía a la calle con autoridad para clausurar a los especuladores. Y para que todo cerrara no sólo por voluntarismo y control, Cámpora mandaba un paquete de 20 proyectos de ley al Congreso. Uno de ellos era para limitar la remesa de utilidades “al 12,5% del capital invertido”. Había otro referido a la tierra, no al revalúo sino a algo más profundo: un impuesto a la renta potencial de la tierra, no sólo para recaudar impuestos a los ricos, sino para evitar los campos improductivos. No sólo temblaban los terratenientes, porque el proyecto para modificar la actividad financiera era directamente de nacionalización de depósitos bancarios; es decir, establecía la transferencia al Banco Central de los depósitos de todas las entidades financieras que, en lo sucesivo, “actuarán en calidad de representantes y mandatarias del Banco Central, quien los retribuirá mediante comisiones”. Otro proyecto era el incremento de la participación estatal en la comercialización de granos y carnes.
Interesante recuperar la memoria de los derechos y de los mecanismos de la democracia para cambiar la historia. Cuánto de aquellos días está presente en estos. Es curioso, pasaron 39 años, pero aquel 5 de junio también fue martes. No parecen coincidencias celestiales ni cósmicas sino más bien al compromiso y la consecuencia del protagonismo popular. Es cierto que aquella vez las luchas internas impidieron concretar y sostener los cambios. Pero la historia no está condenada a repetirse ni mucho menos. Aquella vez, además de los errores cometidos, hubo muchos intereses poderosos que ayudaron a torcer el rumbo para que llegara la trágica dictadura cívico-militar que destruyó la trama de solidaridad social y la industria nacional y profundizó la colonización cultural. Esta vez hay que aprender y no cometer errores pero sin la ingenuidad de creer que los poderosos no están jugando sus fichas para evitar el cambio.
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