¿Generosos en la victoria?
La generosidad ligada al triunfo, generalmente bélico, se ha asociado a algunos guerreros legendarios, empezando por Alejandro Magno, capaces de reconocer la heroicidad y el mérito del enemigo derrotado, y de sentir compasión por su dolor y pérdida. El victorioso lo es así doblemente: en términos materiales, y en el plano moral, demostrando su estatura y calidad humana. Nobleza, magnanimidad, son otras denominaciones de esa cualidad.
Esta idea me ha estado persiguiendo días pasados cada vez que conocía alguna reacción a la disolución de ETA anunciada el pasado 3 de mayo por representantes de esta organización. Reacciones que, viniendo de quienes consideran, no sin razón, dicha disolución como reconocimiento de una derrota, al tiempo que se atribuyen el papel de vencedores, no sin prepotencia, han estado casi unánimemente desprovistas de toda generosidad y, por el contrario, han sido cicateras hacia el derrotado hasta el escarnio.
Me estoy refiriendo no sólo al exgobierno y al PP, o a Ciudadanos, partido este aún más ultra en materia centralista, sino también a otros partidos del espectro constitucionalista, en particular el PSOE, y en general a la prensa y portavoces de ese mismo espectro político-ideológico.
Sus reacciones al anuncio de ETA se podrían resumir en una mezcla de cabreo y mosqueo, interpretando como una insolencia ese anuncio por parte de una organización que no tendría derecho a existir ni, por lo tanto, a anunciar nada. Y sospechando segundas intenciones, beneficios o compensaciones supuestamente esperados a cambio de ese anuncio.
Pero, vamos a ver, ¿no era el fin de ETA algo largamente esperado? ¿no es la autodisolución de los restos de la última organización ilegal y armada que existía en este país algo a celebrar en lugar de lamentar?
Es anomalía en la forma de encajar el fin de ETA se añade a otras características singulares que ha tenido el proceso, desde que la organización anunciara el fin de su actividad, en octubre de 2011, por oposición a otros procesos semejantes, por ejemplo, por citar algunos recientes y bien conocidos, la disolución del IRA en Irlanda, o la de las FARC en Colombia.
Como se ha señalado, ha sido éste un caso atípico de desmovilización, disolución e inicio de reinserción de un movimiento guerrillero, o de resistencia armada, en el que no ha habido ninguna participación facilitadora por parte del poder ni de las instituciones oficiales, salvo alguna antigua iniciativa de negociación, secreta, tímida e infructuosa.
Es evidente que en estos procesos de reconciliación ninguna iniciativa de una parte puede satisfacer al 100% las aspiraciones de la otra; ese es el delicado equilibrio de la llamada ‘justicia transicional’: Frente al revanchismo, el posibilismo y la mano tendida.
Reinserción, derechos humanos y mucha demagogia
Esa postura respecto a la disolución de ETA es coherente con la mantenida por el poder sistemáticamente respecto a los presos y presas etarras, bloqueando cualquier política de reinserción, sujetos a un permanente régimen de ‘excepción’ e incumpliendo así la Constitución (artículo 25.2): ‘Las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social’.
En esta ocasión, la primera reacción de las asociaciones de víctimas del terrorismo y de los sectores más ultra, como (de nuevo) Ciudadanos, se ha referido precisamente a aquel colectivo encarcelado, anticipándose a cualquier posible gesto de contrapartida del gobierno. No se está hablando, ni muchísimo menos, de reducciones de condena, sino simplemente de cumplir preceptos básicos humanitarios como el acercamiento de los presos y presas a su lugar de origen puesto que, como se ha dicho una y otra vez, también en este mismo blog, el alejamiento supone un castigo adicional injustificado no sólo para los presos y presas, sino también para sus familiares y allegados.
La satanización genérica de un movimiento
Otro principio inamovible de la doctrina oficial sobre ETA es que se ha tratado de una ‘banda criminal’, sin más matices, desde sus orígenes hasta su disolución. Y esta simplificación, si puede ser mediática y emotivamente eficaz, resulta tan falsa como abstrusa a la hora de intentar entender la historia política de Euskadi en la segunda mitad del siglo XX.
Subyace ahí una primera gran hipocresía: sin entrar en profundidades ni casuísticas, el tratamiento que da la historia a los movimientos guerrilleros (por utilizar una denominación convencional de un fenómeno obviamente muy diverso), depende no tanto de criterios éticos abstractos, ni de la calificación moral de sus actos, sino del contexto histórico y, sobre todo, de algo mucho más utilitario; de si triunfan o fracasan: Si triunfan, hayan realizado los actos violentos que hayan realizado, pasarán a la historia como héroes; si fracasan lo más probable es que sean recordados como criminales.
La cantidad de ejemplos de luchas liberadoras violentas como parte de la mitología o historia fundacional de los pueblos es ingente; casi se puede afirmar que no hay un estado o nación en cuyo origen no haya un fenómeno así de lucha emancipadora, inevitablemente cruenta.
Ciertamente, se trata, en el caso de ETA, de un tema muy sensible, próximo en el tiempo y con muchas víctimas y traumas aún calientes. Pero eso no evita reconocer una realidad que no es tan simple. Empezando por el hecho de que ETA surge en un contexto de dictadura que reprime de forma implacable y sanguinaria toda disidencia, con especial saña precisamente en Euskadi, donde el rechazo al franquismo era mayoritario entre el pueblo, al igual que la respuesta del régimen en términos de represión, que se traducía incluso en formas de ocupación militar.
Bajo la dictadura, la lucha o resistencia armada, o el uso de la violencia estuvo, a mi juicio, éticamente justificada, sin perjuicio de la valoración de su eficacia política y del acierto de cada acción en particular. En ello coincidíamos entonces la mayor parte del universo activa y militantemente opositor a la dictadura, aunque no fuéramos partidarios de la lucha armada. Por otra parte, ETA no fue ni mucho menos la única organización partidaria y practicante de la lucha armada contra el franquismo.
En las cárceles, por ejemplo, los presos de ETA, bastante numerosos por cierto, eran otros presos políticos más; quienes compartimos tiempo con ellos tuvimos ocasión de conocer su idealismo y compromiso, de intercambiar y enriquecernos mutuamente, de establecer lazos duraderos de amistad y camaradería; al igual que, lógicamente con menor proximidad, sucedía en los círculos del exilio.
Y esa misma percepción existía fuera de nuestras fronteras, donde ETA era parte inseparable de la lucha contra Franco, y la represión sobre dicha organización era contestada masivamente en el marco de la solidaridad antifranquista. El caso más conocido y sonado fue el del llamado ‘proceso de Burgos’ contra 16 militantes de ETA, donde las fuertes movilizaciones, tanto dentro como fuera del Estado, consiguieron la conmutación de las 9 penas de muerte que fueron impuestas en el consejo de guerra celebrado en diciembre de 1970.
Ni ETA fue una banda criminal bajo el franquismo, sino la expresión de una buena parte de la legítima resistencia abertzale, ni sus víctimas fueron inocentes sino, en la mayoría de los casos, responsables de la represión política y de crímenes de lesa humanidad (recordemos al torturador Melitón Manzanas, o al delfín de Franco Carrero Blanco).
Del idealismo al fanatismo; del activismo al militarismo
Sería temerario por mi parte intentar en un breve texto como este analizar la larga historia de ETA. Baste apuntar que a mi juicio hay algún punto de inflexión, alrededor del fin de la dictadura, en el que su lucha empieza a deslegitimarse y a convertirse en una espiral de atentados sin sentido, autoreferenciales, ajenos cada vez más a las dinámicas sociales.
Esa dinámica condujo inevitablemente al repudio masivo de la sociedad y a su aislamiento y derrota. Dejando pasar, en el camino, alguna oportunidad de oro para haberse reinventado como opción política legal, en condiciones más o menos pactadas, como la que se le ofreció en el marco de las conversaciones de Argel, entre los años 1996 y 1998.
Memoria u olvido: ¿Por qué en este caso no se pide pasar página?
Quisiera solo mencionar de pasada otra de nuestras paradojas políticas, relacionada con el manejo del fenómeno del terrorismo y del derecho a la memoria democrática.
Mientras que en relación a la guerra y la dictadura se insiste desde el poder en la conveniencia de olvidar, de pasar página, de no reabrir heridas, en el caso del terrorismo, particularmente el de ETA, se insiste en todo lo contrario: no hay que olvidar, hay que mantener viva la memoria, no hay que perdonar… un artículo reciente en el suplemento dominical de El País era elocuente en este sentido, desde su propio título: ‘ETA, caso abierto’.
Personalmente, al igual que el resto de la gente del movimiento memorialista, soy firme defensor de la memoria histórica como instrumento de construcción de cultura democrática, de fortalecimiento de los valores democráticos y los derechos humanos, y de acceso al derecho irrenunciable a la verdad, justicia y reparación; pero lo soy en relación a toda nuestra historia, no sólo a aquella que me conviene o me afecta personalmente.
Hay que repetirlo una vez más: quienes, por el contrario, sólo defienden la memoria de aquella historia que les resulta útil para su discurso político, en este caso centralista y españolista, y en cambio defienden la amnesia respecto al franquismo como paso previo para su blanqueo, demuestran su falso compromiso con los derechos humanos, y su voluntad de instrumentalizar estos oportunistamente.
Represión y terroristización
Y, para terminar, volviendo a la agria reacción ante la disolución de ETA, hay que ponerla en relación con la batería legislativa y la ofensiva judicial que se ha desarrollado en nuestro país en los últimos años, fundamentalmente promovida por los gobiernos del PP, para ampliar abusivamente los delitos de terrorismo y su enaltecimiento, mucho más allá de lo razonable, como los propios tribunales han acabado dictaminando. Como ejemplo valgan las recientes sentencias de la Audiencia Nacional en los casos de los jóvenes de Alsasua, y de los manifestantes de Pamplona en 2017.
En suma, en lugar de promover la reconciliación y la integración de los exetarras, la derecha en este país, apoyada en algunos casos por el centro o centro izquierda, intenta mantener vivo el espectro del terrorismo para criminalizar a la disidencia y la protesta, o para intimidar a sectores sociales no afines, forzando para ello tanto la legislación (modificaciones del Código Penal del 2015) como el sistema judicial.
La disolución de ETA es al parecer una mala noticia para esa estrategia represiva, totalitaria.