jueves, 10 de agosto de 2017

ANTONIO CUBILLO ,UN HOMBRE CABAL


Canarias y España: aquellos años de plomo

Canarias, secreto de Estado es un libro inolvidable. Apareció en 1996 en la editorial Hijos de Muley Rubio y en sus páginas hay material para escribir tres o cuatro novelas de espías: hay terrorismo y contraterrorismo, agentes argelinos, caciques tabaqueros, justicieros forajidos, patriotas mesiánicos... Hay insurrecciones populares y pavorosos accidentes aéreos. La idea que queda después de leer aquella investigación sobre la Transición en el archipiélago suena en 2017 casi cómica, pero fue real: hace 40 años, lo que se discutía era si Canarias se parecía más a la Argelia de los pied-noirs que a cualquier otra región de España.
Algo ha quedado de esos años de plomo. A menudo, España se juzga desde Canarias con la suspicacia de los viejos tiempos. Se la considera solución y problema al mismo tiempo, igual que ocurría cuando la dictadura. Federico Utrera, el autor de Canarias, secreto de Estado, recuerda que, en los 70, la tensión franquismo-antifranquismo se sentía como una tensión España-Canarias. «Se veía así hasta el punto infinito y más allá». Desde entonces, los años han ido cayendo cargados de fondos de cohesión como una manera de reparar el pecado original de la metrópoli.
España como problema. España como solución. España como problema porque es la solución insuficiente. Hace 40 años, Canarias era un archipiélago muy pobre con rasgos de subdesarrollo cercanos a los del tercer mundo. Y Las Palmas de Gran Canaria, la ciudad desde la que ahora escribimos, era un lugar caótico y herrumbroso, aunque también fuera sorprendentemente cosmopolita y liberal. En 2017, tras 35 años de transferencias estatales, Canarias aparece retrasada pero no descolgada de las medias nacionales en índices de riqueza y desarrollo. El PIB per cápita representa un 83% de la media española y el desempleo es siete puntos más alto. Y, en fin, Las Palmas se parece más a Málaga que a Tánger.
«En 1982, el problema no era estar por debajo de la media de España, el problema era que el analfabetismo era una realidad importante», recuerda Jerónimo Saavedra, ex presidente de Canarias, dos veces ministro con Felipe González, ex alcalde de Las Palmas de Gran Canaria y ahora diputado del común (defensor del pueblo autonómico).
En el informe Pisa del pasado diciembre, Canarias era la antepenúltima comunidad en ciencias y lectura y la última en matemáticas. Es difícil no atormentarse con datos así, pero Saavedra sostiene que lo normal es que Canarias siga rezagada, considerando el punto de partida. Quizá tenga razón.
«No creo que haya un fracaso educativo en Canarias. Hay un modelo a largo plazo que se ha desmontado antes de que cuajara. Ha faltado tiempo para revertir la situación de subdesarrollo de la que veníamos», explica el violonchelista Davide Paiser, uno de los pioneros de los círculos de Podemos en las islas.
En Canarias, como en toda España, la educación es la medida del descontento de la sociedad, aunque las conclusiones sean opuestas según quién haga el análisis. Sergio Alonso, presidente de Domingo Alonso Group, un grupo de empresas dedicado a la automoción y la informática que tiene 900 empleados en las islas y 800 más repartidos por África, América y la Península, cree que la educación participa «de un complot de los que están establecidos para que nada cambie porque para ellos es cómodo. Miles de trabajos desaparecerán y aparecerán otros. Debemos orientar a los estudiantes a que se preparen mentalmente para esos cambios, aunque no sepamos en qué consisten».
En el extremo opuesto de Alonso está el abogado José Manuel Rivero, que cree que el problema de la educación en Canarias está en el fin al que se dirige: la inserción de los estudiantes en un sistema en el que el tesoro del turismo «ha laminado» el resto de los sectores, ha arruinado «la soberanía alimentaria de las islas creando un problema grave de obesidad y salud» y ha resignado a miles de canarios a buscar trabajos poco cualificados. «El turismo es un regalo envenenado que nos ha hecho un pueblo desculturizado», dice Rivero, que compara a las clases trabajadoras de las islas con los negros y los puertorriqueños de EEUU: encadenados a un subdesarrollo crónico, alienados y, a menudo, gordos.
«Yo estoy de acuerdo en que el trabajo en el turismo ha hecho que muchos chicos abandonaran los estudios», añade la pedagoga Carmen Castedo. «No es sólo una opinión, hay estudios con datos sobre lo que gana un camarero en el sur de Tenerife, por ejemplo, y lo que gana en Santa Cruz... Pero hay más factores: la mala gestión política, la inserción de contenidos canarios en los programas, la cultura del ocio...».
El hilo del turismo como tesoro y maldición es interesante, aunque no todo el mundo lo ve igual. Jerónimo Saavedra, por ejemplo, dice que el problema es el contrario, el desdén con el que los canarios piensan en su primera fuente de riqueza. «En 1990 empezó el boom turístico en Lanzarote y Fuerteventura. Pero ni en Lanzarote ni en Fuerteventura había población suficiente para el trabajo que se demandaba. El Gobierno de Canarias diseñó ayudas para que los parados de Tenerife y Gran Canaria se trasladaran allí... Pero no fue nadie. Los que vinieron fueron gallegos».
Saavedra plantea una pregunta: si la naturaleza le dio a Canarias este clima, estas playas y esta tierra en medio del océano, ¿por qué razón habría que apostar por la industria pesada o por una agricultura ineficiente en el mundo moderno? En su opinión, ese desdén explica por qué la pujanza del turismo, que lleva años mejorando sus récords, no deja mejores tasas de empleo. También explica que, pese al paro, la población de las islas creciera un 34% entre 1996 y 2016.
Volvamos a hablar de España. José Manuel Rivero, el abogado, utiliza el lenguaje de los conflictos coloniales para explicar las relaciones de Canarias y el Estado: «militarismo», «dominación de las élites», «pueblo sometido políticamente»... Después, acepta que la realidad que describe sería básicamente igual si fuese andaluz en vez de canario. Además, Rivero cree que España ya no es exactamente la metrópoli de Canarias sino una «culpable por complicidad». La verdadera metrópoli, entonces, es... «el capitalismo internacional». Pero ése es otro tema.
Carmelo Suárez comparte el enfoque con Rivero. «Desde una posición mínimamente progresista no apetece pertenecer a esta España». Suárez es arquitecto y secretario general del Partido Comunista de los Pueblos de España, el viejo partido de Ignacio Gallego. Su proyecto, por tanto, se dirige a España pero desconfía de España, de «esta» España. «Creo que el capitalismo español tiene particularidades que lo hacen especialmente agresivo y retrógrado. Es una cuestión que tiene que ver con el proceso histórico de formación de España como nación. El peso de la Iglesia Católica, la represión de los derechos de los pueblos y naciones, la incapacidad para generar la base material necesaria para sostener la nación española como formación sociohistórica...».
Con Suárez se puede estar o no de acuerdo, pero está claro que va de frente con sus ideas. En cambio, el nacionalismo mainstream, el de Coalición Canaria, siempre ha soportado la sospecha del oportunismo: «Yo he visto pasar de un nacionalismo de izquierdas bastante desnortado (de niño escuchaba hablar del MPAIAC y luego estuve cerca del nacionalismo católico de izquierdas) a un nacionalismo de derechas que integraba a los independientes centristas de toda la vida (con frecuencia, la élite económica), intentando imitar marcas como CiU y PNV», explica el novelista Alexis Ravelo, autor de Los milagros prohibidos (editorial Siruela).
¿Y en qué ha consistido la relación de los gobiernos canarios dirigidos por Coalición Canaria con el Estado durante todos estos años? «En ser pedigüeños», responde Davide Paiser. «En preservar los privilegios de las élites», dice Suárez. «En jugar al juego de los trileros», dice Ravelo. «En tener al Estado para echarle la culpa de los fracasos», dice Carcedo. «En pelear contra la incomprensión de los funcionarios peninsulares», resume Saavedra.
Lo de la incomprensión tiene que ver con la geografía insular y la lejanía, que son un hándicap económico. ¿Es razonable que el Estado ponga algún incentivo que compense esas dificultades? En Canarias está claro que sí; en Madrid, no tanto, pero nadie ha ido en serio contra esa doctrina. Y en esa aceptación está, seguramente, la clave de la pervivencia de Coalición Canaria.
Otra cosa es lo que se haga con la ayuda. El empresario Sergio Alonso dice que él «hubiese querido que todo esto se tradujeran en una bajada del IRPF y del Impuesto de Sociedades, como ha ocurrido en Ceuta. En cambio, los gobiernos de Canarias han preferido crear un sistema de subvenciones caro y confuso».
Ya sólo nos queda hablar de cultura. Va un secreto: cualquier canario sabe que hay más distancia cultural entre un isleño y un peninsular que la que separa a un un catalán de un madrileño. El sonido del idioma español, la arquitectura, la música, la gastronomía... Sin embargo, esa distancia raras veces se vive como un conflicto. Como explica Federico Utrera, el conflicto «murió por inanición».

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