Hijos de genocidas argentinos se rebelan contra la herencia de sus padres: "Mi apellido está lleno de sangre"
Mujeres y hombres que vivieron el infierno de la
dictadura de niños en sus propias casas se unen en la asociación
Historias Desobedientes. Su presentación en sociedad se realizó durante
una gigantesca marcha contra la violencia de género.
Entre los cientos de miles
de personas que se manifestaron el pasado día 3 en Buenos Aires
convocadas por el movimiento Ni Una Menos, contra los femicidios y la
violencia machista, había un pequeño grupo que para muchos no pasó
desapercibido. Llevaban un cartel en el que se leía “Historias desobedientes. 30 mil motivos. Hijos e hijas de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia”, y estaba integrado por siete mujeres de entre 40 y 60 años.
Detrás de ese cartel se escondía la historia de
mujeres (también de hombres) que en su infancia y adolescencia, bajo la
última dictadura argentina, vivieron el infierno dentro de sus casas,
padeciendo a un padre que llevaba a domicilio las aberraciones que
practicaba en las calles o en los campos clandestinos de detención donde
“desaparecieron” unas 30.000 personas. Varias de ellas decidieron
juntarse, formaron la asociación Historias Desobedientes, abrieron una página en Facebook (“Historias Desobedientes y con Faltas de Ortografía”)
y resolvieron que este 3 de junio, en medio de la multitud reunida para
clamar contra la violencia de género, esa que hace que hoy en Argentina
cada 30 horas un hombre mate a su pareja o ex pareja, harían su primera
salida pública.
“La violencia de género nos concierne. La padecimos de parte de nuestros padres genocidas y marcó nuestras vidas”
Ni Una Menos las convocaba,
también a ellas, en primerísima persona. “La violencia de género nos
concierne. La padecimos de parte de nuestros padres genocidas y marcó
nuestras vidas”, comentó Erika Lederer, una de las fundadoras de
Historias Desobedientes.
Erika es hija de Ricardo Lederer, uno de los
responsables de la maternidad clandestina que entre 1976 y comienzos de
los ochenta funcionara en el cuartel de Campo de Mayo. Era obstetra y asistía a las parturientas secuestradas.
Después de dar a luz, las mujeres eran por lo general ejecutadas y sus
hijos entregados a parejas de militares. Lederer ayudaba también, con su
firma, a fraguar falsas identidades a los niños nacidos en cautiverio.
Cuando volvía a casa de sus andanzas, el médico hacía lo que hacían la
mayoría de sus camaradas de armas: golpeaba a su mujer, a la que solía
ponerle una escopeta en la cabeza cuando discutían, y a su hija, con la
que se ensañaba.
“Esa violencia que se ejercía
contra los más vulnerables, que siempre somos los niños, los niños que
éramos entonces, hizo que tanto tener que callarme la boca tenga
consecuencias"
“Esa violencia que se ejercía
contra los más vulnerables, que siempre somos los niños, los niños que
éramos entonces, hizo que tanto tener que callarme la boca tenga
consecuencias. Eso obviamente talla tu personalidad, te hace repetir
mandatos. Repetimos a veces ciertos patrones de violencia, tratando de
desarmarlos ahora de grandes, porque de niña era normal que se nos
pegue, que la mujer esté en un lugar de obsecuencia. Hoy en día puedo decir ‘no quiero más violencia’.
La violencia que ejercieron en casa generó que de grande terminara
eligiendo parejas violentas”, cuenta Erika, que hoy tiene 40 años y es
abogada en el Ministerio de Justicia. Fue ella la que tuvo la idea de
reunirse con otros hijos e hijas de militares represores, no sólo para
crear un espacio de encuentro entre “pares”, sino para colaborar con la justicia
con anécdotas, testimonios, pistas, y con las propias familias de
desaparecidos con algún dato que pudiera ayudarlas a reconstruir la
trama.
“Pienso en voz alta. Los hijos de genocidas que no avalamos jamás sus delitos, esos que gritamos en sus caras las palabras ‘asesino’ y ‘memoria, verdad y justicia’,
por pocos que seamos, podríamos juntarnos para aportar datos que hagan a
la construcción de la memoria colectiva”, escribió en su perfil de
Facebook. Se le sumaron primero otras dos mujeres, y luego otras cuatro y
un varón. Y así nació Historias Desobedientes, primera experiencia de
organización autónoma de hijos e hijas de represores que repudian a sus
padres.
"Llevo un apellido lleno de sangre"
Ya había habido iniciativas individuales. La primera
remonta a 2005, cuando una joven que entonces se llamaba Rita Pretti
Vagliati pidió a la justicia no llevar más el apellido de su padre, el comisario Valentín Milton Pretti,
y conservar sólo el de su madre. “Soy la hija de un torturador. Quiero
terminar con este linaje de muertes porque no acepto ser la heredera de
todo ese horror. Los apellidos son símbolos y el mío es uno muy oscuro,
lleno de sangre y de dolor”, apuntó Rita en el escrito que presentó ante
el juzgado que dos años después aceptó su pedido.
“Quiero terminar con este linaje
de muertes porque no acepto ser la heredera de todo ese horror. Los
apellidos son símbolos y el mío es uno muy oscuro"
Otros hijos “desobedientes” de represores siguieron el mismo camino y llegaron hasta a declarar en juicios en que sus padres fueron condenados.
Luis Alberto Cayetano Quijano, un oficial de Gendarmería que se jactaba
de haber asesinado con sus propias manos a decenas de desaparecidos y
haberlos obligado antes a cavar sus tumbas, fue denunciado por su hijo,
al que obligaba a colaborar con él y al que le hacía escuchar
grabaciones de sesiones de tortura. Mariana D., hija de Miguel
Etchecolatz, uno de los represores más emblemáticos, también cambió su
apellido por repudio a su padre, a quien le deseó la muerte cuando
apenas tenía ocho años y se escondía en un armario para escapar a las
golpizas y humillaciones a que el militar sometía a su mujer y a sus
tres hijos. Su testimonio, en la revista digital Anfibia, fue decisivo para que Erika Lederer se dijera que ya era hora de salir del armario y lanzara su convocatoria.
Una
mujer cuelga fotografías de desaparecidos durante la última dictadura
militar, alrededor de la Piramide de Mayo frente a la Casa de Gobierno,
en Buenos Aires, Argentina, el 10 de diciembre de 2003, cuando se
cumplen 20 años del retorno de éste país a la democracia.
AFP PHOTO/Ali BURAFI
ALI BURAFI / AFP
Erika optó por conservar su nombre. “Decidí hacerme cargo de mi propia mierda”, dijo, pero antes dudó si Lederer era su verdadero apellido.
Tanto había oído hablar a su padre de cómo los militares se apropiaban
de bebés y niños que arrancaban a sus madres y les cambiaban la
identidad que pensó que ella misma podía estar en ese caso. Un examen de
ADN que se realizó en 2012 arrojó que su sangre no era compatible con
ninguna de las miles de muestras depositadas en el Banco Nacional de
Datos Genéticos. Pero se decidió entonces a escribirle a su padre un
escueto SMS: “Memoria, verdad y justicia”. Poco después, Ricardo
Lederer se suicidó. Lo acababan de condenar por haber fraguado el acta
de nacimiento de un niño nacido en cautiverio que, casi cuarenta años
más tarde, había sido “recuperado” por Abuelas de Plaza de Mayo
precisamente gracias a los exámenes de ADN.
En Historias Desobedientes saben que entre los hijos e hijas de militares de la dictadura lo que predomina es la comprensión hacia sus padres.
O el infiernillo privado en el que se debaten muchísimos otros y que
tratan de dejar encerrado en el consultorio de algún terapeuta. Liliana
Furió, otra hija rupturista, piensa que romper con ese encierro es
“esencial para una sanación individual y colectiva”. “Estuvimos enfermos de silencio. De a poco lo vamos rompiendo”, dice.
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