miércoles, 14 de enero de 2015

Tomas Sankara, el Che africano



El coraje de inventar un porvenir

Por: Hugo Montero
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Hace semanas nomás, el pueblo de Burkina Faso se movilizó y tumbó al dictador Blaise Compaoré. 27 años atrás, Compaoré había llegado al poder después de asesinar a su amigo de toda la vida, Thomas Sankara. 27 años atrás, con la muerte de Sankara,se apagaba el fuego de una revolución extraordinaria: la de un hombre íntegro que intentó rescatar de la miseria a su pueblo, que luchó por la liberación de la mujer y defendió los recursos naturales de su patria. Pero no sólo eso: irradió a todo el continente su mirada antiimperialista, se negó a pagar la deuda externa y a aceptar las imposiciones del FMI, apostó por la unidad africana como la única salida posible y defendió un proyecto socialista con una identidad propia. Esta es la historia de Thomas Sankara,apodado el Che africano, pero con muchas más similitudes con la historia de Hugo Chávez. Desconocido en América Latina, su vida es (o debería ser) ejemplo y bandera para todos los pueblos oprimidos del mundo.


En una bandera. En la camiseta de un joven. En la imagen luminosa de un teléfono celular. En la voz rebelde que alza el puño y grita su nombre. En la portada de un libro prohibido. En el murmullo de un campesino durante la cosecha. En el corazón de las mujeres. En la peor de las pesadillas del Dictador. Ahí estaba el fantasma de Thomas Sankara, semanas atrás. Su pequeña patria, Burkina Faso, fue noticia en todo el mundo: después de 27 años de tiranía, el 31 de octubre pasado el traidor Blaise Compaoré huía rumbo a Costa de Marfil, perseguido por una muchedumbre que incendiaba las calles de Uagadugú desde hacía semanas. Perseguido, también, por ese fantasma implacable que se presentaba, cada noche, en sus pesadillas.
27 años pasaron con Blaise en el poder, y también de aquel 15 de octubre de 1987, cuando los sicarios del hoy fugado traidor acataron la orden: maten a Sankara. Una orden que firmaba el tirano, pero que respaldaba el gobierno francés, con toda su hipocresía progresista a cuestas, y cada uno de los líderes-títeres del continente africano: maten a Sankara, repetían los dicta-dores de la corrupción y el crimen político, los hábiles y sumisos lacayos del colonialismo, los carniceros de sus propios pueblos que veían en él la amenaza más temida: el poder en manos del pobre, el fin de los privilegios, la revolución africana en marcha. Maten a Sankara, exigían los garantes del saqueo de las riquezas naturales, satisfechos por el engorde de sus cuentas bancarias mientras reprimían cualquier amague de irreverencia de un pueblo hambriento. Maten a Sankara, murmuraban los asesores del FMI y del Banco Mundial, que habían sido humillados por aquel joven mandatario que comenzaba a ser algo más que un peligroso estorbo en su planificación neoliberal para la región.
¿Quién era en 1983, cuando alcanzó el poder, ese carismático capitán, hijo de un soldado que había derramado su sangre por la libertad de Francia en la Segunda Guerra Mundial? ¿Quién era ese joven caudillo que había elegido la carrera militar porque era la única que le permitía continuar con sus estudios, y que había profundizado su formación política junto a su amigo de toda la vida, Blaise Compaoré? Su primera gran aparición pública fue en 1981, cuando presentó su renuncia como funcionario del gobierno de turno y explicó por televisión sus diferencias con una gestión corrupta y cómplice del colonialismo. “No puedo contribuir a servir a los intereses de una minoría”, dijo ante un pueblo que escuchó ese mensaje y comprendió que estaba frente a un líder excepcional. En los dos años siguientes, la política y su trama de intrigas lo enredó en una madeja de incierta salida: estuvo preso, fue liberado por la presión popular, se sumó a gobiernos de transición, fue perseguido por sus ideas y desplazado del poder por los asesores franceses hasta que finalmente, en agosto de 1983 y gracias a la movilización y a la astucia militar de su aliado, Blaise Compaoré, se transformó en la cabeza de la revolución más extraordinaria de la historia africana. En la presentación radial de su programa de gobierno, Sankara cerró su intervención con una frase que ya dejaba entrever su ideario: “El imperialismo tiembla porque aquí, en Uagadugú, lo vamos a enterrar. ¡Patria o muerte, venceremos!”.
Un hombre íntegro
Impulsó la unidad africana y las luchas por la liberación, pero también manifestó su solidaridad con la lucha palestina, afianzó su amistad con los gobiernos revolucionarios de Cuba y Nicaragua, se reconoció admirador del Che Guevara y fue un enemigo acérrimo del apartheid, razón por la que llegó a enfrentarse con François Mitterrand durante su visita oficial a Burkina Faso: Sankara le reprochó ante los micrófonos de la prensa su tibieza con el régimen racista de Sudáfrica.
En apenas cuatro años de gestión, en un pequeño país sin salida al mar que concentraba todas las desgracias del mundo, puso en marcha un plan que partía del desarrollo autónomo, igualitario y participativo como herramienta para derrotar a la miseria y al atraso. Su objetivo, así lo expuso, era garantizar el abastecimiento de diez litros de agua y dos comidas diarias para todos los burkinabé. En su inolvidable intervención en la asamblea de la ONU, en octubre de 1984, inició su discurso con una entrañable definición: “Les traigo el saludo de un país de 274 mil kilómetros cuadrados, donde siete millones de niños y niñas, mujeres y hombres se han negado a morir de hambre, sed e ignorancia”. Sabía que el desafío era dramático: en la antigua Alto Volta (Sankara cambiaría ese nombre por el de Burkina Faso -“Tierra de los hombres íntegros”-), la tasa de mortalidad infantil llegaba al 180 por ciento (y 1 de cada 5 niños moría antes de cumplir su primer año), la esperanza de vida no superaba los 40 años, había un médico cada 50 mil habitantes, tres cuartas partes de la población no tenía acceso al agua potable y el índice de analfabetismo alcanzaba el 98 por ciento. Sankara tenía claro que el hambre era el principal adversario de su naciente revolución: “Hambre, malnutrición, insuficiencia alimenticia. Si no hay victoria sobre estos enemigos no habrá ni soberanía nacional, ni independencia económica, ni paz interior, ni desarrollo autónomo”, reflexionaba.
“Debemos contar con nuestras propias fuerzas”, afirmaba a la hora de explicar su Plan de economía popular, y por eso la autosuficiencia alimentaria fue uno de sus principales desvelos, así como también el impulso de la industria textil burkinabé: como ejemplo, Sankara exigía que todos los funcionarios y diplomáticos vistieran trajes artesanales de algodón de producción nacional dentro y fuera del país. Sabía que el desafío estratégico era “descolonizar” el pensamiento de su pueblo: “No se puede liberar a un esclavo que no es consciente de serlo: la Revolución debe empezar dentro de nosotros mismos. En todos, en cada uno de nosotros. Francia se fue, pero aún permanece aquí. El látigo de sus capataces todavía resuena en nuestras conciencias”, explicaba mientras apuntaba como enemigos a las burguesías urbanas “parasitarias” y a las estructuras feudales que todavía dominaban el campo, a quienes responsabilizaba por “el sistemático desgarramiento de nuestro país con el apoyo y la bendición del imperialismo”. No ocultó nunca la influencia del marxismo en su pensamiento (“Ser marxista es trabajar denodadamente para que mi pueblo viva mejor, tenga una vida digna, sacie a diario su hambre, disfrute sus horas de ocio, esté protegido contra las enfermedades. Ser marxista es luchar para que mi pueblo sea libre y feliz”, sintetizaba), pero mantuvo siempre una mirada amplia con el tema religioso (“Lenin ha sido sin duda el mayor revolucionario, pero es innegable que también Mahoma y Jesús fueron revolucionarios”), rechazó las etiquetas que intentaban imponerle (cuando se le exigía una definición en torno a los modelos opuestos de entonces -Estados Unidos o la Unión Soviética-, Sankara repetía: “El mundo está dividido en dos clases antagónicas: los explotados y los explotadores”) y fue muy crítico con la política externa del Kremlin, al punto de cuestionar la intervención en Afganistán y la débil ayuda prestada (“escandalosamente insuficiente”, en sus palabras) a los procesos revolucionarios del Tercer Mundo. No sería osado señalar que Sankara fue la referencia de una vía africana al socialismo, que ya había sido esbozada por otros líderes regionales como Patrice Lumumba y Amilcar Cabral, pero que con su impronta comenzó a ganar terreno entre su pares... y a generar temor entre los sectores de privilegio en la región, particularmente a su vecino de Costa de Marfil, disciplinado a las órdenes que llegaban desde París.
En un país con una clase obrera casi inexistente por el atraso industrial, dedicó múltiples esfuerzos en sanear la agricultura y en modernizar la infraestructura, nacionalizó las tierras a través de una reforma agraria profunda. Al mismo tiempo, avanzó con una reforma educativa que se basó en una campaña de alfabetización masiva. “Una de las condiciones para el desarrollo es el fin de la ignorancia. Un hombre que aprende a leer y escribir es como un ciego que recupera la vista”, aseguraba, y por eso transformó a la escuela en un espacio público y gratuito que debía ser utilizado para conocer la historia de su pueblo y respetar las lenguas autóctonas, contra la tradición impuesta por el colonialismo de enseñar apenas a una elite y tan sólo el idioma francés. En apenas dos años, se duplicó el número de escuelas primarias y se construyó un centenar de institutos secundarios. Además, destinó gran parte del presupuesto a la asistencia sanitaria, con la construcción de ambulatorios y dispensarios y campañas de vacunación para los pibes, ejecutadas por los habitantes de cada aldea, a partir de la cesión de los materiales de parte del Estado. Aficionado al deporte y al baile, Sankara construyó pequeñas salas de cine en las barriadas (donde se proyectaban películas africanas), canchas de fútbol y hasta pistas de baile, que visitaba una noche por semana.

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