El coraje de inventar un porvenir
Por: Hugo Montero
Hace semanas nomás, el pueblo de Burkina Faso se movilizó y tumbó al dictador Blaise Compaoré. 27 años atrás, Compaoré había llegado al poder después de asesinar a su amigo de toda la vida, Thomas Sankara. 27 años atrás, con la muerte de Sankara,se apagaba el fuego de una revolución extraordinaria: la de un hombre íntegro que intentó rescatar de la miseria a su pueblo, que luchó por la liberación de la mujer y defendió los recursos naturales de su patria. Pero no sólo eso: irradió a todo el continente su mirada antiimperialista, se negó a pagar la deuda externa y a aceptar las imposiciones del FMI, apostó por la unidad africana como la única salida posible y defendió un proyecto socialista con una identidad propia. Esta es la historia de Thomas Sankara,apodado el Che africano, pero con muchas más similitudes con la historia de Hugo Chávez. Desconocido en América Latina, su vida es (o debería ser) ejemplo y bandera para todos los pueblos oprimidos del mundo.
En una bandera. En la camiseta de un joven. En la imagen luminosa de un
teléfono celular. En la voz rebelde que alza el puño y grita su nombre.
En la portada de un libro prohibido. En el murmullo de un campesino
durante la cosecha. En el corazón de las mujeres. En la peor de las
pesadillas del Dictador. Ahí estaba el fantasma de Thomas Sankara,
semanas atrás. Su pequeña patria, Burkina Faso, fue noticia en todo el
mundo: después de 27 años de tiranía, el 31 de octubre pasado el traidor
Blaise Compaoré huía rumbo a Costa de Marfil, perseguido por una
muchedumbre que incendiaba las calles de Uagadugú desde hacía semanas.
Perseguido, también, por ese fantasma implacable que se presentaba, cada
noche, en sus pesadillas.
27 años pasaron con Blaise en el poder, y también de
aquel 15 de octubre de 1987, cuando los sicarios del hoy fugado traidor
acataron la orden: maten a Sankara. Una orden que firmaba el tirano,
pero que respaldaba el gobierno francés, con toda su hipocresía
progresista a cuestas, y cada uno de los líderes-títeres del continente
africano: maten a Sankara, repetían los dicta-dores de la corrupción y
el crimen político, los hábiles y sumisos lacayos del colonialismo, los
carniceros de sus propios pueblos que veían en él la amenaza más temida:
el poder en manos del pobre, el fin de los privilegios, la revolución
africana en marcha. Maten a Sankara, exigían los garantes del saqueo de
las riquezas naturales, satisfechos por el engorde de sus cuentas
bancarias mientras reprimían cualquier amague de irreverencia de un
pueblo hambriento. Maten a Sankara, murmuraban los asesores del FMI y
del Banco Mundial, que habían sido humillados por aquel joven mandatario
que comenzaba a ser algo más que un peligroso estorbo en su
planificación neoliberal para la región.
¿Quién era en 1983, cuando alcanzó el poder, ese
carismático capitán, hijo de un soldado que había derramado su sangre
por la libertad de Francia en la Segunda Guerra Mundial? ¿Quién era ese
joven caudillo que había elegido la carrera militar porque era la única
que le permitía continuar con sus estudios, y que había profundizado su
formación política junto a su amigo de toda la vida, Blaise Compaoré? Su
primera gran aparición pública fue en 1981, cuando presentó su renuncia
como funcionario del gobierno de turno y explicó por televisión sus
diferencias con una gestión corrupta y cómplice del colonialismo. “No
puedo contribuir a servir a los intereses de una minoría”, dijo ante un
pueblo que escuchó ese mensaje y comprendió que estaba frente a un líder
excepcional. En los dos años siguientes, la política y su trama de
intrigas lo enredó en una madeja de incierta salida: estuvo preso, fue
liberado por la presión popular, se sumó a gobiernos de transición, fue
perseguido por sus ideas y desplazado del poder por los asesores
franceses hasta que finalmente, en agosto de 1983 y gracias a la
movilización y a la astucia militar de su aliado, Blaise Compaoré, se
transformó en la cabeza de la revolución más extraordinaria de la
historia africana. En la presentación radial de su programa de gobierno,
Sankara cerró su intervención con una frase que ya dejaba entrever su
ideario: “El imperialismo tiembla porque aquí, en Uagadugú, lo vamos a
enterrar. ¡Patria o muerte, venceremos!”.
Un hombre íntegro
Impulsó la unidad africana y las luchas por la
liberación, pero también manifestó su solidaridad con la lucha
palestina, afianzó su amistad con los gobiernos revolucionarios de Cuba y
Nicaragua, se reconoció admirador del Che Guevara y fue un enemigo
acérrimo del apartheid, razón por la que llegó a enfrentarse con
François Mitterrand durante su visita oficial a Burkina Faso: Sankara le
reprochó ante los micrófonos de la prensa su tibieza con el régimen
racista de Sudáfrica.
En apenas cuatro años de gestión, en un pequeño país sin
salida al mar que concentraba todas las desgracias del mundo, puso en
marcha un plan que partía del desarrollo autónomo, igualitario y
participativo como herramienta
para derrotar a la miseria y al atraso. Su objetivo, así lo expuso, era
garantizar el abastecimiento de diez litros de agua y dos comidas
diarias para todos los burkinabé. En su inolvidable intervención en la
asamblea de la ONU, en octubre de 1984, inició su discurso con una
entrañable definición: “Les traigo el saludo de un país de 274 mil
kilómetros cuadrados, donde siete millones de niños y niñas, mujeres y
hombres se han negado a morir de hambre, sed e ignorancia”. Sabía que el
desafío era dramático: en la antigua Alto Volta (Sankara cambiaría ese
nombre por el de Burkina Faso -“Tierra de los hombres íntegros”-), la
tasa de mortalidad infantil llegaba al 180 por ciento (y 1 de cada 5
niños moría antes de cumplir su primer año), la esperanza de vida no
superaba los 40 años, había un médico cada 50 mil habitantes, tres
cuartas partes de la población no tenía acceso al agua potable y el
índice de analfabetismo alcanzaba el 98 por ciento. Sankara tenía claro
que el hambre era el principal adversario de su naciente revolución:
“Hambre, malnutrición, insuficiencia alimenticia. Si no hay victoria
sobre estos enemigos no habrá ni soberanía nacional, ni independencia
económica, ni paz interior, ni desarrollo autónomo”, reflexionaba.
“Debemos contar con nuestras propias fuerzas”, afirmaba a
la hora de explicar su Plan de economía popular, y por eso la
autosuficiencia alimentaria fue uno de sus principales desvelos, así
como también el impulso de la industria textil burkinabé: como ejemplo,
Sankara exigía que todos los funcionarios y diplomáticos vistieran
trajes artesanales de algodón de producción nacional dentro y fuera del
país. Sabía que el desafío estratégico era “descolonizar” el pensamiento
de su pueblo: “No se puede liberar a un esclavo que no es consciente de
serlo: la Revolución debe empezar dentro de nosotros mismos. En todos,
en cada uno de nosotros. Francia se fue, pero aún permanece aquí. El
látigo de sus capataces todavía resuena en nuestras conciencias”,
explicaba mientras apuntaba como enemigos a las burguesías urbanas
“parasitarias”
y a las estructuras feudales que todavía dominaban el campo, a quienes
responsabilizaba por “el sistemático desgarramiento de nuestro país con
el apoyo y la bendición del imperialismo”. No ocultó nunca la influencia
del marxismo en su pensamiento (“Ser marxista es trabajar denodadamente
para que mi pueblo viva mejor, tenga una vida digna, sacie a diario su
hambre, disfrute sus horas de ocio, esté protegido contra las
enfermedades. Ser marxista es luchar para que mi pueblo sea libre y
feliz”, sintetizaba), pero mantuvo siempre una mirada amplia con el tema
religioso (“Lenin ha sido sin duda el mayor revolucionario, pero es
innegable que también Mahoma y Jesús fueron revolucionarios”), rechazó
las etiquetas que intentaban imponerle (cuando se le exigía una
definición en torno a los modelos opuestos de entonces -Estados Unidos o
la Unión Soviética-, Sankara repetía: “El mundo está dividido en dos
clases antagónicas: los explotados y los explotadores”) y fue muy
crítico con la política externa del Kremlin, al punto de cuestionar la
intervención en Afganistán y la débil ayuda prestada (“escandalosamente
insuficiente”, en sus palabras) a los procesos revolucionarios del
Tercer Mundo. No sería osado señalar que Sankara fue la referencia de
una vía africana al socialismo, que ya había sido esbozada por otros
líderes regionales como Patrice Lumumba y Amilcar Cabral, pero que con
su impronta comenzó a ganar terreno entre su pares... y a generar temor
entre los sectores de privilegio en la región, particularmente a su
vecino de Costa de Marfil, disciplinado a las órdenes que llegaban desde
París.
En un país con una clase obrera casi inexistente por el
atraso industrial, dedicó múltiples esfuerzos en sanear la agricultura y
en modernizar la infraestructura, nacionalizó las tierras a través de
una reforma agraria profunda. Al mismo tiempo, avanzó con una reforma
educativa que se basó en una campaña de alfabetización masiva. “Una de
las condiciones para el desarrollo es el fin de la ignorancia. Un hombre
que aprende a leer y escribir es como un ciego que recupera la vista”,
aseguraba, y por eso transformó a la escuela en un espacio público y
gratuito que debía ser utilizado para conocer la historia de su pueblo y
respetar las lenguas autóctonas, contra la tradición impuesta por el
colonialismo de enseñar apenas a una elite y tan sólo el idioma francés.
En apenas dos años, se duplicó el número de escuelas primarias y se
construyó un centenar de institutos secundarios. Además, destinó gran
parte del presupuesto a la asistencia sanitaria, con la construcción de
ambulatorios y dispensarios y campañas de vacunación para los pibes,
ejecutadas por los habitantes de cada aldea, a partir de la cesión de
los materiales de parte del Estado. Aficionado al deporte y al baile,
Sankara construyó pequeñas salas de cine en las barriadas (donde se
proyectaban películas africanas), canchas de fútbol y hasta pistas de
baile, que visitaba una noche por semana.
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