¡Viva la Patria, aunque yo perezca!
La sociedad argentina los respeta por su entrega y coraje, pero nada les debe; ellos son los que deben.
La frase, atribuida al sargento Cabral, no se
parece en nada al talante cuasi subversivo que permeó la protesta por
una mala liquidación de haberes de tantos gendarmes y prefectos quizás
coprovincianos del héroe de San Lorenzo. Son los que visten una
respetable chaqueta de autoridad. Pero que dan un mal ejemplo.
No estoy instruido especialmente para opinar del tema. Lo digo como
militante y combatiente del bando popular. Apelo a la trágica memoria de
una confrontación fatal que desplegamos en el pasado; pero que se
acabó, y nosotros queremos que para siempre. Otros la quieren resucitar.
Si somos ciudadanos virtuosos: ¡Cuidado!
Las generalizaciones se repiten. Ninguna reivindicación individual ni
sectorial puede estar por encima del aprecio a las instituciones
constitucionales, los órdenes jerárquicos, las cadenas de mando en el
caso y el trato pacífico de la dificultad; mucho menos conspirar contra
la suprema autoridad presidencial, que –la hayas votado o no– representa
el interés nacional. Es vital que todos los ciudadanos, con uniforme o
sin él, sepan respetar las reglas de juego para convivir en democracia.
Tanto más, es premisa previa que ninguna fuerza armada por el Estado
quiera hacer valer como privilegio su poder de fuego.
Para entender llanamente las causas del reciente conflicto y medir sus
consecuencias, es preciso historizarlo. Al tratarlo como una simple
demanda laboral que aqueja a las fuerzas de seguridad, se lo minimiza;
es inevitable acudir al contexto histórico en que se desarrolla para
poder observarlo desde la política y asumirlo en toda su grave
dimensión.
A partir de 1955, las fuerzas de seguridad, así como las policías
federal y provinciales, fueron subordinadas a la conducción militar,
hecho que adquirió horrorosa dimensión en el marco de la doctrina de la
seguridad nacional. No sería justo imputarles determinación en la
sedición y los golpes de Estado, pero no fue menor su compromiso con la
tortura a los detenidos, la violencia contra las personas, las
desapariciones y la colaboración en otros delitos de lesa humanidad.
Sin embargo, una vez finalizada la guerra fría y alcanzado un
satisfactorio grado de participación popular en los gobiernos
democráticos que habitan el continente desde hace ya un par de décadas,
las Fuerzas Armadas dejaron de ser meros policías, renunciaron por
imperio de las circunstancias al rol tutelar que se habían autoasignado y
aceptaron desplegar el papel que nunca debieron haber abandonado: la
defensa nacional. Y, en su homenaje, pese a su falta de gimnasia
democrática, lo están haciendo bien: el enemigo no está adentro, es el
imperialismo (tal vez debiéramos llamar la atención de algunos prefectos
y gendarmes para que tengan esto en cuenta).
Pero nuevos y complejos problemas se abatieron sobre las sociedades
globalizadas del siglo XXI, crecientemente corroídas por modalidades de
delito propias del sistema capitalista: la corrupción, el crimen
organizado, el narcotráfico, la trata de personas. En fin, lo que en la
Argentina y en todo el mundo occidental está oxidando la convivencia y
amenazando a las instituciones: la inseguridad urbana. En ese contexto
es que las policías y fuerzas de seguridad fueron adquiriendo creciente
protagonismo y, como correlato, sumaron espacios de poder en el
conflicto político. Que esa mudanza no signifique volver atrás.
En la Argentina, hasta hace poco, las fuerzas de seguridad dependieron
del ministro de Justicia y luego, del jefe de Gabinete. En ese período,
la tendencia predominante para resolver problemas fue la práctica de
negociaciones –a veces non sanctas– con las cúpulas de esas fuerzas.
Pero el modelo de conducción era vetusto y conspiraba contra todo
intento decoroso de abordaje de los renovados problemas de la
inseguridad ciudadana. El caso actual de la bonaerense es paradigmático.
Las secuelas de ese anacronismo están en el origen de la cuestión
salarial que movilizó a prefectos y gendarmes en estos días. Los hombres
y mujeres que integran tanto la Prefectura como la Gendarmería no son
trabajadores asalariados en relación de dependencia; por su condición
social, proletarios, si se quisiera. No. Los diferencia que son personal
de los aparatos de seguridad del Estado, delegados al servicio del
monopolio legal de la violencia. No sólo manejan embarcaciones o
computadoras: son depositarios y artífices del uso de las armas que la
Nación les provee para que protejan a todo el pueblo. Es claro:
profesionalmente, no se parecen en nada a un obrero de la construcción
ni a un empleado público atrás de su escritorio.
Los ricos custodian sus patrimonios pagando primas de seguros bancarios y
agentes privados; la tranquilidad de los pobres (incluso las familias
de gendarmes y prefectos) está a merced de la honestidad y vocación de
servicio de los agentes policiales y fuerzas de seguridad que paga el
Estado con dinero de todos los argentinos. Es elemental, vale recodarlo:
su tarea es la paz, no la guerra.
Por eso hoy no son oportunos ni lógicos los desfiles militares ni las
consignas de altisonante patriotismo y religiosidad con que en otras
tramas históricas fueron convocados para reprimir al pueblo. No otra
vez.
Es lamentable, pero últimamente hemos presenciado en Ecuador, Bolivia y
Brasil, y otros barrios, motines mucho más graves que las modestas
manifestaciones ante los edificios Guardacostas y Centinela. Lastimosa
es su imitación en nuestro país. Soldados, milicias, custodios armados
del orden y el libre albedrío, ¿no aprendimos nada?
La creación del Ministerio de Seguridad fue una respuesta del poder
civil acorde con las demandas organizativas y los desafíos que plantea
la nueva época, e implicó un profundo giro político, modernizador y
adecuado a los sistemas de participación social intrínsecos a la
democracia. Era hora: las fuerzas de seguridad se sometieron
orgánicamente a la conducción política. A esta, y no a gabinetes
conspirativos, les corresponde ahora elaborar las medidas específicas de
protección ciudadana y combate al delito y diseñar políticas de
seguridad basadas en criterios sociales y de Derechos Humanos.
Como parte de tales procesos de perfeccionamiento y cambio de las
relaciones entre el poder político y las fuerzas de seguridad, se
implementó el Decreto 1307/2012, que vino a finiquitar una larga
historia de litigios y eventos legales que terminaban beneficiando a una
minoría aplicada a judicializar sus demandas por sobre el conjunto de
los miembros de ambas fuerzas, alentados, sí, por los profesionales de
la industria del juicio. El decreto tiene entonces, dos propósitos:
elevar sustancialmente los haberes de la gran mayoría de los efectivos
de las fuerzas mediante una recomposición salarial, y reordenar la
escala salarial para evitar situaciones injustas y desiguales producto
de las distintas cautelares. Con estos objetivos se crea un nuevo
escalafón para Prefectura y Gendarmería. La medida normaliza la
situación de aquellos efectivos que cobraban un sueldo desproporcionado
en relación con su posición escalafonaria como resultado de fallos
judiciales individuales. El cuerpo se beneficia por la aplicación de una
categorización única y un sueldo completamente conformado. Como es
norma ética del gobierno popular, propende a la igualdad.
El decreto establece expresamente en su artículo sexto que ningún
efectivo que no estuviera judicializado podría ver reducido su salario.
Es en este punto donde se produjo un error o acaso una maniobra en la
liquidación salarial, tal como señaló el jefe de Gabinete de Ministros
Juan Manuel Abal Medina. No es la primera vez que por ineficacia o
sabotaje se cometen errores de liquidación en los salarios de los
empleados públicos. Pero no por ello los sencillos servidores han
acudido a la ostentación de la violencia.
En cambio, fugitivos de una gesta, con tronar de redoblantes y clarines,
insolentes, amparados bajo una enseña nacional cautiva del beneficio
privado, prefectos y gendarmes fueron inducidos por agentes del
desaliento y el desprecio a creer que protagonizaron una épica
patriótica, cuando apenas si están defendiendo el contenido de sus
bolsillos. La sociedad argentina los respeta por su entrega y coraje,
pero nada les debe; ellos son los que deben. Esperamos pacientemente una
autocrítica de la participación de las fuerzas de seguridad en el
genocidio de los '70. La necesitamos. Si lo hicieran, por fin dejarían
de llamarse con el calificativo elitista de "camaradas" (que supone de
armas); serán, legítima y orgullosamente, mucho más que eso: serán
compañeros (de labores colectivas y de ideales).
Seguro que hay entre ellos quienes escuchan a aquellos que se proclaman
vencedores de una imaginaria guerra contra la subversión. Parecen no
haber entendido lo que tan sencillamente enrostra el Coronel Kurtz
(Marlon Brando) al capitán Willard (Martin Sheen) en Apocalypse Now
(1979): "Usted es el mandadero de unos tenderos que lo enviaron a cobrar
la cuenta." Es llegado el momento de que los hombres y mujeres,
trabajadores de la seguridad, servidores públicos honestos y eficientes,
asuman un nuevo compromiso frente a las instituciones, la democracia
popular y un modelo económico que los tiene entre sus beneficiados. No
están defendiendo la Patria sino planteando una reivindicación económica
sectorial. El resto de sus demandas políticas les corre por su
ciudadanía: votarán a quien se les ocurra.
La Patria no es patrimonio de los uniformados, es la heredad real y
simbólica del pueblo. Sólo en ese orden la detentan: son parte del
humilde pueblo trabajador, "que no debe dejarse engañar por los que nos
sometieron a humillaciones durante años, por los que asesinaron,
torturaron y persiguieron a compatriotas para que unos pocos empresarios
se llenen los bolsillos".
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